Tuesday, March 31, 2009

Sobre la Cultura Política Latinoamericana (Fragmento)



Imagen: Anne Stickel. Caminando América Latina.

Cuando hablamos de América Latina se nos plantean dos preguntas fundamentales. La primera, es la cuestión acerca de la existencia de una cultura política común a una región tan diversa, o al menos la presencia de un conjunto de rasgos similares entre los países que la componen que nos permita identificar alguna suerte de carácter aglutinante que logre diferenciarla de otras latitudes.

La segunda indagación tiene que ver con la capacidad hermenéutica o predictiva del comportamiento político que podamos hacer del subcontinente, o lo que es lo mismo, la pregunta por el alcance de América Latina en tanto categoría de análisis para la ciencia política.

Sobre la primera cuestión existe toda una gama de estudios tendiente a cimentar la idea de un habitus común a la región latinoamericana. Este se derivaría de la herencia hispánica, la influencia católica y el mestizaje, en tiempos de la colonia, y la precariedad de los estados nacionales, la dependencia de los países del centro y el subdesarrollo, en tiempos mas recientes, todos estos, ecos transversales a la historia regional.

Las investigaciones inscritas en esta tendencia se dirigen a describir la forma en que los ciudadanos de estos países desarrollan estructuras de significación a partir de las cuales despliegan su experiencia política y adoptan determinados comportamientos con relación al Estado, los partidos, la toma de decisiones y la ciudadanía en general.

Pero también hay toda una corriente que insiste en la incomensurabilidad de las diferentes experiencias regionales, y por lo mismo, en la imposibilidad de aglutinarlas en una única matriz cultural. Según estos enfoques, sólo sería posible realizar diagnósticos parciales, contextualizados y particulares de las múltiples manifestaciones presentes en las culturas políticas latinoamericanas, sin ninguna pretensión de universalidad.

En este contexto, las investigaciones acerca de la cultura política latinoamericana tienden a convertirse en series asistemáticas de referencias históricas y semánticas producto de la multiplicidad y variedad de manifestaciones, actitudes, simbologías, actores y estrategias inscritos en el juego político de nuestros países.

Esto nos pone de entrada frente a la imposibilidad de hablar de la cultura latinoamericana como un todo homogéneo y monolítico y nos dirige más bien al rastreo de numerosos fragmentos-pistas de las expresiones políticas del subcontinente.

Autores como José Joaquín Brunner han advertido esta misma imposibilidad, señalando que la cultura latinoamericana no es productora de ningún orden capaz de traducirse en un único relato, ya que: “las culturas de América Latina en su desarrollo contemporáneo, no expresan un orden- ni de nación, ni de clase, ni religioso, ni estatal, ni de carisma, ni tradicional ni de ningún otro tipo- sino que se reflejan en su organización los procesos contradictorios y heterogéneos de conformación de una modernidad tardía, construida en condiciones de acelerada internacionalización de los mercados simbólicos en el ámbito mundial.”1

Con esto, el campo de la cultura política latinoamericana se nos presenta como plural e indeterminado, pero además móvil y cambiante, de tal suerte que frente a la ausencia de una historia unificadora, emergen un sinnúmero de relatos e identidades fluctuantes que, no obstante su condición, logran dar cuenta de nuestras características en determinados tiempos y espacios.

De esta suerte, la cultura política latinoamericana puede ser definida como la suma de las matrices culturales que componen el collage de la actividad política de nuestras sociedades en un momento dado. Esto hace que, así como podemos hablar de una cultura política democrática, puede resultar justificado hablar, en otro contexto, de una cultura política autoritaria, cuando predominan ciertos actores, actitudes y formas de acción que bien favorecen la instalación o el mantenimiento de regímenes políticos antidemocráticos.

Otro aspecto a considerar en los estudios sobre la CPLA, es la necesidad de contextualizar las experiencias a analizar según nuestros propios referentes históricos y filosóficos, vale decir, abandonar el patrón seguido por quienes quieren hacer de la CPLA un calco de la experiencia europea o norteamericana.

Tal contextualización supone en primer lugar, la necesidad de entender nuestros procesos no como derivados de la experiencia de modernidad vivida en occidente, (frente a la cual nuestra historia será siempre vista como deficiente e incompleta), sino como dotados de una particularidad propia y única y por tanto, difíciles de evaluar comparativamente. Los errores a los que conduce esta perspectiva se han hecho evidentes en todas aquellas investigaciones que presentan caracterizaciones de la CPLA en términos de una cultura anómala, patológica e irregular con respecto a los cánones la cultura hegemónica demo- liberal.

El llamado es pues a situar los análisis sobre la CPLA en el marco inmediato de sus producciones, de sus maneras de circulación y recepción y en las formas de consumo y apropiación por parte de los diversos actores políticos (individuales, institucionales y colectivos).

Wednesday, March 11, 2009

¿Son seguridad y libertad incompatibles?


La tensión entre libertad y seguridad sirve de marco a un debate que ha llamando la atención de filósofos y gobernantes a lo largo de la modernidad y que parece no resolverse. Recientemente, a propósito de los hechos del 11 de septiembre esta disyuntiva entró a ocupar el centro de la agenda de los gobiernos de occidente.

Frente a la expansión del terrorismo nacional e internacional, la consolidación de una sociedad del miedo, la invasión de una cultura punitiva y el incremento de los índices de violencia estatal se han perfilado como directrices de las políticas públicas, al punto que la seguridad ha sido elevada a la condición de derecho esencial, incluso a costa del recorte de las libertades.

Seguridad y libertad se nos presentan así como principios antagónicos. Los gobiernos justifican la limitación de derechos y libertades de los ciudadanos en nombre de la seguridad argumentando que para mantener la integridad del Estado hay que limitar las libertades. Pero, ¿es realmente cierto que libertad y seguridad son valores incompatibles y que la realización de uno implica necesariamente el sacrificio del otro? ¿Estamos verdaderamente frente a un dilema irresoluble?

Si bien las doctrinas contractualistas y liberales tratan desde hace más de cuatro siglos esta dicotomía proponiendo diferentes equilibrios entre ambas variables, lo cierto es que la centralidad de la seguridad como eje de los derechos fundamentales es un fenómeno reciente que está más asociado al incremento de la paranoia y el miedo de los individuos en medio de una sociedad cuyo lazo comunitario esta seriamente erosionado, cuando no perdido.

La “inseguridad” en el contexto actual se asocia al temor y la desprotección experimentados por los ciudadanos frente a un panorama de total desconfianza. Desconfianza frente a las instituciones (Estado, mercado, partidos, etc), que permanentemente violan y cambian sus reglas de juego, aumentando los niveles de incertidumbre, desconfianza frente a las demás personas, antiguos conciudadanos que han devenido enemigos reales o potenciales, y principalmente, desconfianza hacia la libertad como principio rector de la democracia.

Es la desconfianza como correlato de la pérdida de la comunidad, ese espacio que evoca compañía, protección y solidaridad, la que crea la falsa dilemática entre seguridad y libertad amenazando con que ésta última, esencia del ser moderno, desaparezca.

No hace falta remitirse a la Ley Patriótica de Bush o a la Seguridad Democrática de Uribe para advertir esta tendencia. En Bogotá, las medidas adoptadas en las últimas semanas por el Alcalde Mayor son un claro ejemplo de cómo el discurso de la seguridad le está ganando terreno a la libertad, empobreciendo el ámbito de la política y encerrando y aislando a los ciudadanos. Como si no fueran suficientes los toques de queda subrepticios auspiciados por el pico y placa de dos días y el cierre de Transmilenio a las 11 de la noche, la limitación de las libertades se ha extendido al derecho de libre movilidad de los jóvenes y al libre comercio de un número importante de locales en varias zonas de la ciudad.

El resultado? Millones de bogotanos confinados que no dejamos de sentirnos presos en nuestra propia ciudad, temerosos de salir a la calle por la falta de transporte en horas de la noche, desalentados para pasear frente al viacrucis que implica moverse en auto y en vista de la escasa oferta de espacios culturales de tipo masivo, algunos restringidos para uso cultural por la administración distrital como el Campin. Los efectos perversos de esta securitización no se detienen aquí. La disminución del crecimiento económico y el desempleo también son consecuencia de esta restricción autoritaria e irracional del flujo de personas.

¿Qué ocurriría si en un revés, el discurso de la libertad diera forma al de la seguridad? Si los bogotanos nos sintiéramos libres de salir a la calle, tomarnos la noche y los espacios que hoy nos resultan peligrosos? Si el día no terminara con la jornada laboral y continuara más allá en una Bogotá que no duerme? No será que la libertad y la oferta de oportunidades y espacios de encuentro, y no la seguridad, son la llamadas a restablecer un lazo social caliente que nos permita superar el miedo?

Valdría la pena invertir la tendencia hegemónica para entender que cualquier dispositivo de seguridad es válido sólo en la medida en que asegura la libertad, los derechos y las garantías de los ciudadanos. O en cualquier caso tener claro que quien sacrifica la libertad en nombre de la seguridad, no merece ni la una ni la otra.

Del sondeo y otros demonios


Suele ser un lugar común en las discusiones sobre las democracias actuales el referirse a una supuesta crisis de representación. Sin embargo, si bien el sistema ha sufrido un conjunto de modificaciones, los cuatro principios del gobierno representativo – i. elección de gobernantes por parte de los gobernados; ii. autonomía de los gobernantes respecto de los gobernados, en oposición al mandato imperativo; iii. independencia de la opinión pública respecto de los gobernantes; y iv. decisión colectiva como producto de la deliberación – instalados desde la consolidación de las Repúblicas Americana y Francesa siguen vigentes.

A lo que asistimos entonces es a un proceso transformación en los estilos y estrategias que caracterizaban los vínculos entre representantes y representados, los cuales son reconfigurados en el marco de una creciente incidencia de los medios de comunicación en la definición de los procesos políticos. Autores como Bernard Manin han identificado estas mutaciones con el tránsito de la democracia de partidos a la denominada democracia de audiencias.

En reemplazo de las formas que asumía el vínculo representativo en la democracia de masas –donde los partidos políticos desempeñaban un rol fundamental en la construcción de voluntades, y las preferencias electorales eran estables-, en la democracia de audiencias, la representación adquiere un formato personalizado, estableciéndose un vínculo directo y volátil entre la elite gobernante –experta, ahora, en medios de comunicación e imagen- y el electorado -transformado, ahora, en audiencia expresada a través de los sondeos de opinión.

De esta suerte, los candidatos tienden a prescindir de los partidos políticos. Ya no necesitan de los programas partidarios ni de los militantes. La personalización de la política hace que los electores se inclinen a apoyar líderes según su habilidad mediática y estos, haciendo uso de los medios de comunicación, entran en contacto directamente con el electorado sin mediar con las redes sociales de los partidos.

Nos encontramos así en un escenario en el cual la autoridad radica en la imagen: lo que se ve parece real, y lo que parece real, parece verdadero. Con esto, la videopolítica, término empleado para describir la incidencia creciente de los medios visuales en los procesos políticos, pone en serio riesgo el gobierno de la opinión, no hay transparencia sino representación, no hay independencia sino heteronomía. Así, el contenido de la democracia es en apariencia reforzado por muchas y múltiples imágenes, pero a la vez, es des-sustancializado y vaciado por la futilidad de sus contenidos.

Muestra de este diagnóstico es el resultado de la más reciente encuesta de la firma Gallup que mide, entre otros aspectos, las opiniones sobre el estado de ánimo del país en cuatro grandes ciudades, las evaluaciones sobre la gestión del presidente Álvaro Uribe, gobernadores y alcaldes, la favorabilidad de algunos personajes de la vida pública y la aprobación de distintas leyes y políticas.

Los resultados distan de ser sorprendentes, visto un récord histórico de encuestas que insiste, por ejemplo, en afirmar un alto índice de favorabilidad en la percepción de la gestión presidencial, no obstante los múltiples escándalos por ‘parapolítica’, falsos positivos, crisis de la Cancillería, sin hablar del trato del Jefe del Estado hacia la oposición.

Pero, más allá de los resultados arrojados por la encuesta, la pregunta que vale la pena hacerse tiene que ver con el alcance y limitaciones de los sondeos de opinión en la configuración de la política colombiana. Es un hecho evidente que en todas las latitudes, los medios de comunicación condicionan la formación de la opinión pública, los procesos electorales y los modos de hacer política en múltiples formas que van desde la selección de los candidatos y las características que adquiere la contienda electoral, hasta las posibilidades de triunfo de un determinado aspirante.

Al respecto vale decir que el grado de confiabilidad que pueda depositarse en las estimaciones arrojadas por sondeos como el de Gallup merece ser revisado. Una muestra de 1000 personas, todas con línea telefónica, en solo cuatro ciudades no necesariamente refleja el estado de ánimo del país. De ahí que, un índice de error que apenas supera el 3% deba replantearse ya no en términos de la correcta aplicación del instrumento estadístico, sino en virtud de los criterios de representatividad, aleatoriedad, tamaño de la muestra y probabilidad conocida de selección de las unidades de la encuesta, por no hablar del tipo de preguntas.

Lo que se evidencia es que la mayoría de las opiniones recogidas por los sondeos es débil, pues no expresa opiniones profundas ni realmente sentidas; volátil, pues puede cambiar en cuestión de días u horas; inventada, pues muchas veces el entrevistado responde lo primero que se le viene a la cabeza; y suele reflejar lo que es previamente transmitido por los medios de comunicación.

La invitación no es pues a abandonar las encuestas, pero si a repensar su alcance. Incluso haciendo caso omiso del nivel de pre-formación que pueda tener la televisión en las respuestas de los encuestados, y atendiendo exclusivamente a cuestiones metodológicas como el tipo de preguntas y la forma de recavar la información, los sondeos de opinión se encuentran lejos de constituir un termómetro de la democracia o del estado de ánimo de un país.

Revise con precaución la ficha técnica de las encuestas que solo son presentadas fragmentariamente en el noticiero, pregúntese cuántas veces lo han llamado a su casa o al trabajo en el marco de uno de estos ejercicios y después si, permítase hacer un juicio propio de la situación nacional.

Monday, September 08, 2008

El devenir de la violencia en las prácticas políticas


La violencia parece constituir la atmósfera en la que invariablemente transcurre la historia de los hombres. Su presencia se mantiene tanto en los espacios de la vida privada como en los de la vida pública, e igual en las interacciones políticas que en las familiares, laborales y aún en las deportivas, abarcando una gran diversidad de contextos, escenarios, tipos y significados, y adoptando cambios en su dinámica e intensidad a lo largo del tiempo.

No obstante su centralidad fáctica, la violencia ha sido expulsada fuera de los límites teóricos de la modernidad occidental, ya sea por su periferización en el estado de naturaleza hobbesiano, o por su definición como momento negativo de la cabalgata hegeliana del espíritu. La disociación de política y violencia es una característica común al grueso de las teorías ilustradas que ven en la guerra y los conflictos al interior de la política una especie de retorno a la premodernidad, a un estado de naturaleza e incivilización que debe ser superado por las luces de la razón. Esta política sin violencia tiene su raíz en el mito del progreso a partir del cual la modernidad es asumida como una era fundamentalmente pacífica y civilista en la que la violencia como forma de tratamiento de las contradicciones pierde asidero en el sistema social.1

No obstante su invisibilización en el plano teórico, lo cierto es que la violencia mantiene su presencia en la historia de la modernidad ocupando un lugar que se resiste a quedar en los márgenes de lo político. De ahí la necesidad de volver la vista sobre el fenómeno y a partir de ésta realizar un test a la política en occidente. En esta perspectiva han avanzado todos aquellos autores que han mantenido una posición crítica con el proyecto moderno y de forma concomitante, desarrollado una reflexión sustantiva acerca de la violencia. (Marx, Nietzsche, Sartre, Fanon, Clastres, Benjamin, Foucault, Agamben). Lejos de negar su papel central en los grandes cambios históricos, estos pensadores otorgan un tratamiento directo y expreso del tema, desentrañando el sentido y los mecanismos de su operación, y mostrando cómo ésta emerge tras cada uno de los conceptos fundamentales que constituyen la arquitectura conceptual del imaginario político moderno. Basta con ver cómo la génesis y conformación del Estado - Nación, la separación de poderes, el reconocimiento de los derechos fundamentales y sociales, y el derecho de autodeterminación de los pueblos, resultan impensables sin la Guerra de Treinta años, las Revoluciones Inglesa, Francesa y Americana, las convulsiones sociales del siglo XIX, las dos Guerras Mundiales y las luchas por la descolonización.

Ahora bien, la centralidad y aparente inevitabilidad de la violencia en la construcción de las sociedades no han de llevarnos a prescribir su carácter natural o deseable. Lejos estamos de sancionar su biologización o exclusividad como fuerza instrumental. Sin embargo, vale la pena detenerse en sus mecanismos de operación a fin de pensarla sustantivamente. En esta perspectiva, se requiere ofrecer elementos para una crítica de la violencia, entendiendo el término no en el sentido axiológico de crítica como impugnación, sino en el sentido filosófico de crítica como conocimiento. La razón no es otra que evitar caer en la ya común tendencia de la crítica como objeción o refutación que suele conducir a una lectura banal u ordinaria del concepto, y orientarnos más bien por los caminos del criticismo kantiano. Hacer una crítica de la violencia, en este sentido, no es más que esforzarse por conocer sus alcances y límites sin adoptar ninguna actitud valorativa. Antes de condenar o justificar la violencia, es necesario conocerla, analizar sus supuestos y posibilidades y tomar conciencia de su significado.

La crítica propuesta es solo una de múltiples miradas posibles al análisis del caso colombiano, sintomático, cuando no paradigmático del fenómeno que motiva el presente trabajo: la paradójica institucionalización disfunción. Colombia vive desde hace más de medio siglo una situación de violencia generalizada hasta el punto en que las formas violentas de relación, esto es, aquellas caracterizadas por el predominio intencionado de la fuerza para la consecución de fines, con producción de daños a las víctimas, han devenido predominantes. Tan solo entre 1996 y junio del 2006, más de 30.000 personas fueron muertas o desaparecidas por razones políticas.

Así las cosas, resulta imperativo discutir las diferentes concepciones de la violencia, las respuestas del Estado y de los ciudadanos y sus implicaciones para el sistemas de justicia y para la democracia del país. No puede ser otro el llamado en escenarios como el colombiano, donde la altísima frecuencia del recurso a la fuerza (estatal, paraestatal e insurgente) parece dar cuenta de la instalación y perpetuamiento de la violencia como una práctica social capaz de reorganizar las relaciones sociales hegemónicas mediante la construcción de una otredad negativa.

Violencia poltica en Colombia. La paradójica institucionalización de una disfunción


De manera general, los estudios sobre la violencia política contemporánea en Colombia puede clasificarse i. por su origen disciplinar en: históricos (Pecaut: 2006, Sánchez: 1991, Bushnell: 1999), sociológicos (Fals Borda, Umaña y Torres: 1963), politológicos (Echandia: 1997, Gutierrez, Wills y Sánchez: 2006, Bolívar: 2004) y económicos (Kalmanovitz 1994; Montenegro:1994, Fedesarrollo: 2002); ii. por las causas consideradas: estudios monocausales o multicausales (Comisión: 1988); iii. por las metodologías empleadas: estudios inductivos, deductivos, discursivos (Estrada, 2004), empíricos (Gonzalez, 1993), o iv. por la atención prestada a un actor específico: FARC (Matta: 1997, Observatorio: 2000, Medina: 2001), ELN (Medina: 1996, Observatorio: 2001) paramilitares (Guido: 2005, Duncan: 2007, ICG: 2005, Observatorio: 2002) narcotraficantes (Thoumi, 2002; Sánchez 1988; Sánchez y Peñaranda, 1991) o Estado colombiano (Oquist, 1978).

En medio de la abundante bibliografía, el trabajo de “La Violencia en Colombia”, publicado por primera vez en 1962, constituye uno de los aportes más importantes al análisis del tema. (Guzmán, Fals Borda, Umaña, 1980. Vol. I: 399). La recuperación de la obra de 1962 resulta fundamental tanto por la metodología utilizada como por su interés de configurar un marco explicativo general del fenómeno. Las extensas descripciones que hace de la violencia por regiones, según los actores involucrados, en sus relaciones con diferentes instituciones de la vida nacional, son una referencia obligada para todos los estudios posteriores. La explicación desarrollada en el estudio se nutre de la teoría estructural-funcional, la teoría del conflicto y la teoría de los valores, y llega a una conclusión paradójica según la cual, la violencia en Colombia se puede interpretar como “una impresionante acumulación de disfunciones en todas las instituciones fundamentales...” (Ibid p.401).

Estudios posteriores han sugerido la existencia de una cultura de la violencia enraizada en el tejido social de los colombianos. Tal es el caso del informe de la Comisión de estudios sobre la violencia que en 1988 identificó, además de la variable cultural, otra serie de causas de la violencia en el país dentro de las que incluía la falta de apertura democrática, la exclusión de las minorías, el desequilibrio regional y las condiciones objetivas de pobreza y desigualdad. En adición, la Comisión explicitó la existencia de diferentes formas de violencia con lo cual, la violencia política aparecía en medio de otras modalidades como la violencia urbana, la violencia organizada, la violencia contra minorías étnicas, la violencia transmitida a través de los medios de comunicación y la violencia en la familia. El estudio se inscribe así en una perspectiva primordialmente sociológica a la luz de la cual las causas de la violencia se encuentran en primer lugar en la familia, las relaciones entre vecinos, la pérdida de valores, las situaciones de riesgo, la pobreza y la desigualdad y la falta de identidad. Más allá de la difícil comprobabilidad de la tesis de la cultura de la violencia, el trabajo en cuestión ignora el papel del Estado y las instituciones como causas objetivas de la violencia política.

Un paso en este sentido es adelantado por varios trabajos de carácter politológico que, en sus explicaciones sobre las causas de la violencia contemporánea en Colombia, ponen el énfasis en la influencia de las relaciones políticas, la construcción del Estado nacional y la composición del sistema político. Así por ejemplo, Ingrid Bolívar (2004) analiza cómo la violencia se relaciona con dinámicas políticas más amplias como la construcción de la nación, en un trabajo en el que da cuenta de nuevas formas de clasificación social y de la creación de estereotipos regionales que reflejan la pertenencia nacional en tanto forma de afiliación y vinculación. La autora resalta la importancia de dar prioridad a elaboraciones conceptuales que partan de nuestra propia experiencia social y plantea que por la vía de la violencia política, en Colombia se redefine una geografía nacional, se involucran nuevos espacios y grupos sociales al mapa de la nación, se transforman las condiciones de la competencia política y se nacionalizan distintos conflictos regionales. Bolívar también propone una tipología que relaciona la violencia y las modalidades de integración territorial y social, en la que se distinguen cuatro tipos de sociedades regionales que configuran el mapa de la nación. En una perspectiva similar se encuentra el análisis de Francisco Leal (1989) quien ve en las dificultades del régimen político la causa de la violencia, y teorías como la del derrumbe del Estado de Oquist (1978) o la de las dificultades en la institucionalidad encargada de la justicia de Armando Montenegro y Carlos Esteban Posada (1994).

Por su parte, las investigaciones provenientes de la economía consideran que los individuos actúan racionalmente en respuesta a los costos y beneficios del crimen. En este orden de ideas, su acento se ubicará no tanto en examinar las causas de la violencia como el efecto de la misma sobre el crecimiento económico y el bienestar, o lo que es lo mismo, la rentabilidad de la guerra y de la paz. Se destacan en esta perspectiva los trabajos de Salomón Kalmanovitz (1988; 1994), Mauricio Cárdenas (1993); Libardo Sarmiento (1991), y Fedesarrollo (2002), entre otros.

No obstante el nutrido estado de la discusión, esgrimir posibles explicaciones acerca del contexto de producción y perpetuamiento de la violencia política en Colombia e identificar algunas de las variables que inciden en su presencia y mantenimiento continua siendo fundamental. Inquirir las razones por las cuales en Colombia el uso de la violencia se ha tornado normal y en cierto modo aceptado por buena parte de la sociedad hasta el punto de constituir una práctica extendida dentro de la política, nos lleva a explorar como hipótesis explicativa la existencia de una paradójica relación de funcionalidad de la violencia dentro del sistema político colombiano. En un nivel de mayor generalidad, esta vía nos conduce a relacionar el tema de la violencia con la problemática del cambio social y, en particular, con la construcción de la sociedades modernas, con lo cual surgen cuestiones referidas al significado de la violencia en el advenimiento de éstas, y al papel que juega en la configuración y reproducción de las prácticas políticas tanto de la sociedad civil como del Estado. Es probable que tal entendimiento de la política en clave clausewitiana ayude en la comprensión, o al menos abra un nuevo sendero de indagaciones acerca de la aparente insuperabilidad de la violencia en el país.

La importancia de analizar la violencia política en Colombia viene dada no tanto por la originalidad del tema, pues impresiona la cantidad de estudios existentes al respecto, como por la gran complejidad del asunto en cuestión. Esto hace que si bien existen numerosos abordajes, de las más diversas índoles y metodologías, el hacer una nueva lectura del fenómeno nunca esté de más, máxime atendiendo a las múltiples dificultades que genera el estar analizando un evento que se desarrolla al mismo tiempo en que escribe el investigador. Una segunda razón, la primera, en orden de importancia, es el imperativo crítico del científico social, a saber, la necesidad de interpretar la realidad con el ánimo no sólo de entender su rumbo actual, sino en lo fundamental, para encontrar posibles transformaciones. Si bien el interés inmediato del estudio no es aportar soluciones para el fin de la violencia y el conflicto en Colombia, esperamos de forma indirecta, ofrecer un horizonte de comprensión adicional en el entendido de que siempre es posible descubrir nuevos aspectos de la violencia en el país.

Monday, June 09, 2008

Serie Filosofia y Violencia. Socialismo Utopico


Reformismo sin violencia: el socialismo utópico

Las Revoluciones Francesa y Americana trajeron consigo un cambio sustancial en la mentalidad del hombre europeo, quien desde entonces tomó conciencia de la importancia de las grandes transformaciones sociales. El reformismo social con fines igualitarios devino así imperativo en una época convulsionada que anhelaba encontrar un nuevo equilibrio institucional y político. En este contexto, el socialismo utópico, en sus diversas corrientes, constituyó un movimiento de crítica de la injusticia del orden existente que buscaba subvertir el histórico sometimiento de la mayoría trabajadora por parte de una minoría parasitaria a partir de una “teoría política y económica que combinaba el conocimiento de la realidad con la pragmática de su transformación”1 No obstante las diferencias evidentes entre autores como Saint Simon, Fourier y Owen, es posible identificar un conjunto de rasgos comunes a sus teorías. En primer lugar, la presencia de una base humanista que rescataba valores como el individualismo, la igualdad y la libertad y que componía el sustrato mismo de la fe en el progreso social. Por otro lado, la creencia en el poder persuasivo de las ideas y su capacidad para agenciar cambios sociales radicales en un proceso gradual y pacífico. Tercero, la formulación de modelos sociales ideales en cuyo seno se superaría toda forma de injusticia y dominación: la sociedad de los industriales (Saint Simon), las falanges (Fourier), las cooperativas (Owen).

Si bien la denominación de socialismo utópico corresponde a una diferenciación posterior operada por Marx que buscaba distinguirlo del socialismo científico, parece existir un punto real de coincidencia con tal sustantivo, relacionado con la aparente irrealizabilidad de sus propuestas. Así, en el Manifiesto Comunista, Marx reconoce la inmadurez del proletariado en tiempos del socialismo utópico y la consecuente ausencia de las condiciones materiales para su emancipación:

Cierto es que los autores de estos sistemas penetran ya en los antagonismos de las clases y en la acción de los elementos disolventes que germinan en el seno de la propiedad gobernante. Pero no aciertan todavía en ver en el proletariado una acción histórica independiente, un movimiento político propio y particular.

Y, como el antagonismo de clases se desarrolla siempre a la par con la industria, se encuentran con que les faltan las condiciones materiales para la emancipación del proletariado y quieren crearlas mediante una ciencia social y a fuerza de leyes sociales.
Estos autores pretenden suplantar la acción social por su acción personal especulativa, las condiciones históricas de la emancipación por condiciones quiméricas, la gradual organización del proletariado como clase por una organización de la sociedad inventada a su antojo (…) Por eso rechazan todo lo que sea acción política, y muy principalmente, la acción revolucionaria; quieren realizar sus aspiraciones por la vía pacífica, e intentan a abrir paso al nuevo evangelio social, predicando con el ejemplo, por medio de pequeños experimentos que, naturalmente, les fallan siempre.2

El carácter quimérico de los planteos utopistas parece provenir no tanto de la implausibilidad de sus objetivos como de la inoperatividad de los medios empleados y lo prematuro del momento histórico. Las tres grandes utopías confiaban en la posibilidad de crear dentro de la sociedad existente pequeñas unidades celulares que se multiplicarían paulatinamente y terminarían modificando al organismo social sin necesidad de apelar a la violencia y la autoridad. La idea de que el cambio en estas sociedades provendría de sus propias estructuras de una forma armoniosa y consensuada y no por la destrucción exterior y global de la estructura presente es la principal crítica esgrimida por aquellos que, como Marx, ven en el socialismo primitivo un optimismo excesivo en el asentimiento de las voluntades.

Ya en El Dieciocho Brumario, Marx acusa a algunos sectores de la clase obrera de “entregarse a experimentos doctrinarios, bancos de trueque y asociaciones obreras” y desalienta a la participación en un movimiento “que renuncia a subvertir el antiguo mundo con sus propios y poderosos medios totales [y] antes bien, trata de lograr su redención a espaldas de la sociedad, de modo privado dentro de su limitadas condiciones de existencia, y que tendrá que fracasar necesariamente”.3 Más adelante Engels ratificará el paso de un socialismo utópico a uno científico mostrando las dificultades del primero para explicar y comprender las leyes objetivas del desarrollo histórico y sus soluciones al no tener real cuenta de las relaciones de dominación.4 Desde esta perspectiva, si bien los utópicos juegan un papel importante en la denuncia de las desigualdades de la época, no logran un total desenmascaramiento de la sociedad capitalista al no percibir las contradicciones entre capital y trabajo en su real dimensión. Del mismo modo, tras la negación del papel de la violencia revolucionaria de las masas desposeídas (quizás por experimentar con desagrado la dictadura jacobina en Francia), el socialismo utópico quedó preso de las relaciones de dominación existentes.

Serie Filosofia y Violencia. Marx (Parte I)


Violencia y Revolución en Marx

Marx identifica cuatro momentos o manifestaciones de la violencia en la sociedad capitalista, todos inscritos en la dialéctica opresión- liberación. La violencia opresora tendría como expresión inicial el proceso de alienación económica que supone la separación, por la fuerza, entre los trabajadores y los medios de producción. Esta a su vez requeriría un segundo tipo de violencia, la del aparato jurídico-político (Estado), que tiene como funciones fundamentales el control por vía coactiva de los posibles desbordes de las clases subordinadas, o la represión violenta si se hacen efectivos. Por su parte, la violencia liberadora o revolucionaria opera como el medio mediante el cual las clases subordinadas, pueden revertir la situación de despojo económico y dominación ideológica en dos sentidos: desplazando del control del Estado a la clase dominante y, una vez conquistado el poder, dando inicio a la recuperación de sus condiciones de producción. Finalmente, toda forma de violencia llegaría a su fin una vez que los vestigios de las formas de dominación económica del viejo orden burgués sean erradicados totalmente; es decir, cuando se instaure la sociedad comunista. El conjunto de estos aspectos resume el planteamiento de Marx sobre la violencia, veamos cada uno con mayor detenimiento.
La alienación económica puede identificarse con lo que las discusiones sociológicas contemporáneas denominan violencia estructural.1 Se trata de un tipo de violencia que hunde sus raíces en la estructura económica de la sociedad y que consiste en la disociación entre los productores y los medios de producción. Este despojo se inscribe en un proceso histórico de más largo aliento: la acumulación originaria de capital2, el cual comienza con la separación violenta del trabajador con respecto a la tierra, sus productos y el capital, y constituye un paso obligado para el surgimiento de mano de obra libre, ie., dispuesta a venderse a cambio del salario ofrecido por los empleadores capitalistas. La violencia juega así un papel importante al afectar a bienes y personas a partir del cambio en relaciones de propiedad. Ahora bien, esta violencia estructural no se agota en el mero proceso de emergencia del régimen capitalista, antes bien, se mantiene y perpetúa como condición sine qua non de la existencia del capital.
No basta con que las condiciones de trabajo cristalicen en uno de los polos como capital y en el polo contrario como hombres que no tienen nada que vender más que su fuerza de trabajo. Ni basta tampoco con obligar a estos a venderse voluntariamente. En el transcurso de la producción capitalista, se va formando una clase obrera que, a fuerza de educación, de tradición, de costumbre, se somete a las exigencias de este régimen de producción como a las más lógicas leyes naturales. La organización del proceso capitalista de producción ya desarrollado vence todas las resistencias; la existencia constante de una superpoblación relativa mantiene la ley de la oferta y la demanda de trabajo a tono con las necesidades de explotación del capital, y la presión sorda de las condiciones económicas sella el poder de mando del capitalista sobre el obrero. Todavía se emplea, de vez en cuando, la violencia directa, extraeconómica; pero solo en casos excepcionales”.3
El Estado capitalista cumple un rol central dentro del proceso de escisión mencionado a partir de la utilización de mecanismos de coerción como la policía y los tribunales. Una vez operada la separación medios de producción- fuerzas productivas, tales mecanismos cumplen la función de vigilar el orden establecido, y asumen un papel abiertamente represivo frente a las clases subalternas que pretendan perturbarlo. En este sentido, el Estado deviene un instrumento de dominación de la clase burguesa sobre las demás, una “máquina para mantener el dominio de una clase sobre otra” como “la forma bajo la que los individuos de una clase dominante hacen valer sus intereses comunes y en la que se condensa toda la sociedad civil de una época”4. Del Estado emerge así una violencia política, que se ejerce sobre todos aquellos que turban el orden establecido.
Frente a la violencia estatal, el proletariado no tiene más remedio que responder con una dosis igual o superior de violencia. Se trata de una violencia revolucionaria, cuyo sentido último estriba en trastocar radicalmente el orden burgués establecido, reemplazándolo por un orden distinto:
El proletariado se ve obligado a organizarse como clase para luchar contra la burguesía; la revolución le convierte en clase dominante, destruya por la fuerza las relaciones vigentes de producción, con estas hará desaparecer las condiciones que determinan el antagonismo de clases, las clases mismas, y, por tanto su propia dominación como clase.5
Si el Estado es el aparato de dominio de la burguesía, resulta imperativo enfrentarlo, y para ello, es necesario contar con una organización (el partido comunista) capaz de orientar la lucha proletaria contra el Estado burgués. Así pues, a la violencia organizada de la clase dominante, el proletariado tiene que oponer la violencia organizada de su clase, la cual atraviesa por dos fases: una primera, en la que la organización proletaria desarticula los organismos represivos del Estado (ejército, policía, tribunales) en una especie de guerra civil; y una segunda, en la que el proletariado utiliza el aparato estatal para desaparecer los cimientos del orden burgués (en la economía, la sociedad y la política) y crear las condiciones para la configuración de una sociedad sin Estado y sin clases.
Entre el fin de la sociedad capitalista y el comienzo de la sociedad comunista tiene lugar una situación intermedia conocida como la dictadura revolucionaria del proletariado. Tal estadio contempla un ejercicio de violencia política cuyo objetivo preciso es erradicar los vestigios del antiguo régimen. La violencia en este punto tiene un carácter estrictamente transitorio por lo que habrá de desaparecer una vez que su objetivo haya sido cumplido. Llegado este momento desaparecerán todas las formas de violencia existentes: la violencia política, pues no existirán las clases; la violencia económica, pues habrá desaparecido la alienación económica cuando los trabajadores recuperen los medios de producción.
Marx identifica cuatro momentos o manifestaciones de la violencia en la sociedad capitalista, todos inscritos en la dialéctica opresión- liberación. La violencia opresora tendría como expresión inicial el proceso de alienación económica que supone la separación, por la fuerza, entre los trabajadores y los medios de producción. Esta a su vez requeriría un segundo tipo de violencia, la del aparato jurídico-político (Estado), que tiene como funciones fundamentales el control por vía coactiva de los posibles desbordes de las clases subordinadas, o la represión violenta si se hacen efectivos. Por su parte, la violencia liberadora o revolucionaria opera como el medio mediante el cual las clases subordinadas, pueden revertir la situación de despojo económico y dominación ideológica en dos sentidos: desplazando del control del Estado a la clase dominante y, una vez conquistado el poder, dando inicio a la recuperación de sus condiciones de producción. Finalmente, toda forma de violencia llegaría a su fin una vez que los vestigios de las formas de dominación económica del viejo orden burgués sean erradicados totalmente; es decir, cuando se instaure la sociedad comunista. El conjunto de estos aspectos resume el planteamiento de Marx sobre la violencia, veamos cada uno con mayor detenimiento.
La alienación económica puede identificarse con lo que las discusiones sociológicas contemporáneas denominan violencia estructural.1 Se trata de un tipo de violencia que hunde sus raíces en la estructura económica de la sociedad y que consiste en la disociación entre los productores y los medios de producción. Este despojo se inscribe en un proceso histórico de más largo aliento: la acumulación originaria de capital2, el cual comienza con la separación violenta del trabajador con respecto a la tierra, sus productos y el capital, y constituye un paso obligado para el surgimiento de mano de obra libre, ie., dispuesta a venderse a cambio del salario ofrecido por los empleadores capitalistas. La violencia juega así un papel importante al afectar a bienes y personas a partir del cambio en relaciones de propiedad. Ahora bien, esta violencia estructural no se agota en el mero proceso de emergencia del régimen capitalista, antes bien, se mantiene y perpetúa como condición sine qua non de la existencia del capital.
No basta con que las condiciones de trabajo cristalicen en uno de los polos como capital y en el polo contrario como hombres que no tienen nada que vender más que su fuerza de trabajo. Ni basta tampoco con obligar a estos a venderse voluntariamente. En el transcurso de la producción capitalista, se va formando una clase obrera que, a fuerza de educación, de tradición, de costumbre, se somete a las exigencias de este régimen de producción como a las más lógicas leyes naturales. La organización del proceso capitalista de producción ya desarrollado vence todas las resistencias; la existencia constante de una superpoblación relativa mantiene la ley de la oferta y la demanda de trabajo a tono con las necesidades de explotación del capital, y la presión sorda de las condiciones económicas sella el poder de mando del capitalista sobre el obrero. Todavía se emplea, de vez en cuando, la violencia directa, extraeconómica; pero solo en casos excepcionales”.3
El Estado capitalista cumple un rol central dentro del proceso de escisión mencionado a partir de la utilización de mecanismos de coerción como la policía y los tribunales. Una vez operada la separación medios de producción- fuerzas productivas, tales mecanismos cumplen la función de vigilar el orden establecido, y asumen un papel abiertamente represivo frente a las clases subalternas que pretendan perturbarlo. En este sentido, el Estado deviene un instrumento de dominación de la clase burguesa sobre las demás, una “máquina para mantener el dominio de una clase sobre otra” como “la forma bajo la que los individuos de una clase dominante hacen valer sus intereses comunes y en la que se condensa toda la sociedad civil de una época”4. Del Estado emerge así una violencia política, que se ejerce sobre todos aquellos que turban el orden establecido.
Frente a la violencia estatal, el proletariado no tiene más remedio que responder con una dosis igual o superior de violencia. Se trata de una violencia revolucionaria, cuyo sentido último estriba en trastocar radicalmente el orden burgués establecido, reemplazándolo por un orden distinto:
El proletariado se ve obligado a organizarse como clase para luchar contra la burguesía; la revolución le convierte en clase dominante, destruya por la fuerza las relaciones vigentes de producción, con estas hará desaparecer las condiciones que determinan el antagonismo de clases, las clases mismas, y, por tanto su propia dominación como clase.5
Si el Estado es el aparato de dominio de la burguesía, resulta imperativo enfrentarlo, y para ello, es necesario contar con una organización (el partido comunista) capaz de orientar la lucha proletaria contra el Estado burgués. Así pues, a la violencia organizada de la clase dominante, el proletariado tiene que oponer la violencia organizada de su clase, la cual atraviesa por dos fases: una primera, en la que la organización proletaria desarticula los organismos represivos del Estado (ejército, policía, tribunales) en una especie de guerra civil; y una segunda, en la que el proletariado utiliza el aparato estatal para desaparecer los cimientos del orden burgués (en la economía, la sociedad y la política) y crear las condiciones para la configuración de una sociedad sin Estado y sin clases.
Entre el fin de la sociedad capitalista y el comienzo de la sociedad comunista tiene lugar una situación intermedia conocida como la dictadura revolucionaria del proletariado. Tal estadio contempla un ejercicio de violencia política cuyo objetivo preciso es erradicar los vestigios del antiguo régimen. La violencia en este punto tiene un carácter estrictamente transitorio por lo que habrá de desaparecer una vez que su objetivo haya sido cumplido. Llegado este momento desaparecerán todas las formas de violencia existentes: la violencia política, pues no existirán las clases; la violencia económica, pues habrá desaparecido la alienación económica cuando los trabajadores recuperen los medios de producción.

Serie Filosofia y Violencia. Marx (Parte II)


Es Marx un apologeta de la violencia?

Hasta este punto parece hacer carrera la idea según la cual Marx ha de pasar a los anales de la historia de las ideas como una suerte de apologeta de la violencia. A este respecto vale la pena hacer un matiz dados los peligros a los que tan liviana conclusión suele conducir. Dentro de la exégesis de Marx pueden encontrarse dos posiciones encontradas sobre el particular: una primera según la cual “Marx tuvo la originalidad de poner a la violencia en el corazón del proceso revolucionario viendo en ella el instrumento exclusivo de la transformación”1; y un segundo planteo a la luz del cual la violencia juega un papel secundario en el esquema conceptual del autor. Veamos a continuación los argumentos esgrimidos por cada polo.

Para autores como Massuh, el paso de un socialismo utópico a uno científico supuso el tránsito “de un socialismo apostólico, cristiano y humanista hacia un socialismo aguerrido, agresivo y totalizador. Es el tránsito de una doctrina pacifista y gradualista a otra de evidente contenido violento y apocalíptico”2 Se observa pues cómo el núcleo que marca el camino entre un socialismo y otro es el papel asignado a la violencia. En este sentido, el autor recupera apartes de la obra de Marx en los que critica duramente el sentimentalismo burgués y cristiano de movimientos socialistas (no marxistas) tales como la Liga de los Justos3, asignando como punto de giro al verdadero comunismo la creación de la Liga de los Comunistas. Según Massuh, “el tránsito de una Liga a la otra está regido por la necesidad de educar al socialismo en el espíritu de la lucha violenta y encarnizada. Nada de conciliación ni de prédicas persuasivas, nada de alianzas entre las clases. La violencia desencadenada debía transformarse en la estrategia de la lucha revolucionaria. El proletariado tendría que dirigir contra el opresor la misma violencia que durante siglos había soportado sobre sus espaldas y prepararse para una guerra sangrienta o nada.”4 Desde esta lente, se nos presenta un Marx convencido de la necesidad de la violencia como condición del cambio revolucionario, que advierte la magnitud del cambio social ya no desde las partes sino de la sociedad en su totalidad. La revolución proletaria suprime todo el contexto, elimina para siempre toda forma de opresión, procura liberar al mismo tiempo y para siempre a la sociedad entera de la explotación, de la opresión y de la lucha de clases:

Los comunistas no tienen por qué disimular sus ideas e intenciones. Abiertamente declaran que sus objetivos sólo pueden alcanzarse derrocando por la violencia todo orden social existente. ¡Tiemblen las clases gobernantes ante la perspectiva de una revolución comunista! Los proletarios, con ella no tienen nada que perder que no sean sus cadenas. Tienen en cambio, un mundo entero por ganar5.

El recurso a la violencia es inminente y necesario para la redención del hombre y su liberación definitiva. La violencia “no sólo viene a ser el instrumento de una destrucción completa sino de una creación completa también. La violencia de Marx es apocalíptica porque arrasa un mundo viejo y barre con él, es redentora porque libera al hombre de sus alienaciones y lo rehumaniza, y es creadora puesto que engendra un orden nuevo”.6 “Lucha o muerte; guerra sangrienta o nada. Así está la cuestión impecablemente planteada”7.

No obstante lo dicho hasta aquí, el estigma de apologeta de la violencia puede matizarse en Marx si se tiene en cuenta que su consideración de la misma tiene apenas un carácter instrumental. En este sentido, vale aclarar que no es la violencia per- se el núcleo de su pensamiento, sino la liberación de los trabajadores de su condición de explotación. Hannah Arendt ha argumentado con mucha fuerza el papel secundario que la violencia juega en el esquema conceptual de Marx. Según ella, “Si se voltea (en Marx) el concepto ‘idealista’ de pensamiento se llega al concepto ‘materialista’ de trabajo; nunca se llega a la noción de violencia.”8

En este orden de ideas, el esfuerzo teórico de Marx está en caracterizar la relación social capitalista como una relación de explotación que no está compuesta únicamente por la violencia y por lo tanto, no es idéntica a ella. Con esto, el concepto central en la construcción teórica de Marx es el de explotación y no el de violencia. Este último fenómeno adquiere sentido solo en torno a procesos que tienen, fundamentalmente, una significación económica, como es el caso de la acumulación originaria del capital. Sin embargo, Marx tiene la lucidez de destacar que la relación social capitalista supone el desarrollo de unas clases sociales cuyo conflicto se expresa también por fuera de la esfera económica de la sociedad, en el campo de la dominación política.

Por otro lado, si bien para Marx la violencia es también una forma que puede asumir el conflicto político de las clases sociales, no es la única. La lucha política de clases no descansa en la lucha violenta como tal, sino en el dominio del Estado por las clases sociales. De forma similar a como acontece con la consolidación de la relación social en el campo de la producción, el conflicto político y la lucha por y desde el Estado, no se pueden concebir exclusivamente como fundados en la violencia. Esta aparece fundamentalmente en los momentos de transición de las formas de dominación, en los períodos revolucionarios, o cuando estas se encuentran cuestionadas en aspectos centrales de su ordenamiento. La violencia es una opción de la acción política concentrada sobre el poder del Estado; depende entonces de la situación de poder o de dominio y no exclusivamente del ejercicio de la violencia.

A manera de conclusión

Hemos visto a lo largo del presente ensayo cómo hay en Marx un reconocimiento explícito del papel jugado por la violencia en la historia. Sin embargo, esta apreciación no desemboca en una valoración positiva de la misma aun cuando tienda a justificarse en la medida en que provenga de sectores de clase dominados y por lo tanto se halle enmarcada en procesos de liberación. Dicho esto, podemos esgrimir como conclusiones las siguientes:

El aporte de Marx radica en desmitificar la violencia y asignarle un papel en la historia reconociéndola como un componente determinante, más no exclusivo, de la estructuración de la sociedad y, particularmente, del cambio social. La violencia está presente en la transición entre modos de producción, en la tensión entre fuerzas productivas y relaciones de producción y en el surgimiento y consolidación del capitalismo, como mecanismo catalizador del reordenamiento de las viejas y nuevas relaciones sociales.
En segundo lugar, la violencia tiene en Marx una dimensión estrictamente instrumental y no axiológica para el proletariado. No es pues una condición necesaria e inminente del devenir histórico, solo un medio particular a ser empleado con miras a la resocialización de las condiciones de producción. Sin una dosis de violencia, a las clases subordinadas les sería imposible desencadenar y llevar a feliz término el proceso de emancipación definitiva de la humanidad; es por ese fin que se legitima y justifica la violencia revolucionaria organizada. El fin pues, es la liberación y no, la violencia misma.
En tercer lugar, el planteamiento marxista hace énfasis en la violencia como algo externo a los individuos. Sea como coerción-represión estatal, enajenación económica o lucha revolucionaria, la violencia es algo que se ejerce desde fuera sobre los individuos que la padecen, y algo que éstos ejercen sobre quienes iniciaron el ciclo de violencia para defenderse y revertir la situación. Se trata, entonces, de una externalidad a los individuos; de algo que viene de fuera y que hay que combatir hacia afuera. Y lo que haya de violencia en el interior de la persona humana, al igual que otros componentes de su personalidad, tiene un origen exógeno. Esta aclaración vale para quienes ven en Marx un supuesto retorno al hobbesianismo y a una noción antropológica pesimista.
Finalmente, merece destacarse el optimismo marxista acerca del fin de la violencia. Este optimismo tiene su razón de ser, primero, en el historicismo de Marx y, segundo, en su visión de la violencia como un fenómeno eminentemente social. En el esquema de Marx, la historicidad no sólo hace transitorios los diversos fenómenos humanos, sino que también los inscribe en un proceso de humanización de largo aliento que condena a su desaparición a todo aquello que empaña la vida humana en el presente.

Friday, October 05, 2007

Algunas reflexiones sobre la videopolitica



La relación entre política y medios de comunicación es un tema ampliamente tratado en el campo de las ciencias sociales durante los últimos 70 años. La interacción entre ambas variables así como los efectos de los mass- media en la configuración de la democracia han sido objeto de numerosos estudios dada la relevancia de los medios en la transmisión de ideologías, la visibilización de actores políticos y la configuración de la opinión pública.

Ya en 1947 Theodor Adorno y Max Horkheimer propusieron el concepto de industria cultural para referirse a “la institución que difunde y organiza la ideología necesaria para la permanencia del resto de estructuras económicas y socio políticas”. (Adorno y Horkheimer: 1971). En clave crítica, los teóricos de la Escuela de Frankfurt se ocuparon del fenómeno institucional que exige unas prácticas culturales y de consumo que, por un lado, multipliquen el beneficio económico; pero por otro, permitan la ampliación de las nuevas condiciones de difusión de la cultura que podrían dar lugar a una democratización y descentralización de la vida cultural.

La investigación sobre la producción cultural como actividad empresarial condujo a Adorno al estudio de los medios de comunicación masiva y sus efectos sobre la sociedad de masas Así, el autor se adentró en la imbricación de la puesta en discurso y la puesta en escena indispensables para el paso a los medios, y en estos últimos como dispositivos capaces de efectuar una mitologización sin precedentes dado su alto volumen de transmisión de mensajes y contenidos, pero sobretodo, dadas sus facultades de persuasión, propaganda y subjetivación profundas. Tales efectos suponen una amplia influenciabilidad psicológica sobre las audiencias capaz de reflejarse en controles sociales colectivos de carácter inconsciente e informal y en la orientación cultural de las artes y la estética. De esta manera, la sociedad de masas y su ideología justificadora: la cultura generada por los mensajes artificialmente construidos por los medios de comunicación, resultan ser, según Adorno, la estrategia primordial e imprescindible para disolver la conciencia crítica colectiva y consolidar un orden mitológico de comprensión de la realidad.

En este orden de ideas, los niveles de intervención en los procesos de creación libre y espontánea de la cultura ejercidos por las industrias culturales fragmentan la renovación de los medios y las posibilidades de expresión estableciendo las lógicas de la producción, la comercialización y la difusión. El arte deviene en mercancía generalizando un modelo de consumo cultural dependiente de los intereses hegemónicos de circulación. A su vez, la Pseudocultura, en cuanto desvirtuación y debilitamiento de la educación y la cultura originales, manipula la psique ciudadana dando como resultado la formación de una cosmovisión colectiva en la que la personalidad autoritaria- caracterizada por la sumisión a los poderosos y la humillación y crueldad hacia los débiles- aparece como propia del ciudadano promedio. (Horkheimer:1967).
También la Escuela de Birmingham puso de manifiesto la importancia de la televisión y los medios de comunicación de masas en la comprensión y desenvolvimiento de la política, aunque dando un giro de tuerca al papel asignado a las audiencias por parte de los teóricos frankfurtianos. Se articula entonces el concepto de audiencia activa a nivel de grupos para denotar las estrategias de interpretación discursiva con que cada subgrupo (jóvenes, pandilleros, homosexuales, etc.) establece sus mecanismos de construcción de la realidad. La posibilidad de codificación y descodificación de los mensajes emitidos por los medios por parte de las audiencias dispersas en grupos, introduce en apariencia un planteamiento pluralista más esperanzador que el criticismo de la dialéctica marxista, pero suaviza los efectos de la Sociedad de Consumo y sus productos sobre la formación ciudadana.
Por otra parte, a partir de su concentración en las esferas de la cotidianidad (la familia, la televisión, el ocio), los teóricos de Birmingham renuncian a una visión holística de la sociedad quedando presos de la lógica mediática. Para esta corriente, la cotidianidad se expresa como una rutina conformada por la aceptación profunda de las consignas y normas del neocapitalismo. Asi las cosas, el ciudadano se identifica como receptor- consumidor que interioriza los esquemas cognitivos, las actitudes y actividades propuestos por la sociedad globalizada. Con ello, el modelo de sociedad queda reducido dentro de los estrechos márgenes de la industria mediática, y de este modo, se van a establecer unas modificaciones paradójicas: se pasará de ciudadanos a audiencias y de productores a consumidores. (Muñoz: 2005 b, 215).
En el campo político la repercusión inmediata es la sustitución de la realidad por la democracia semiótica. Un virtualismo basado en el pluralismo soberano de los consumidores. “La audiencia se identifica con el “ciudadano autónomo” capaz de convertirse en árbitro de las decisiones cívicas. El poder de la audiencia dará lugar incluso a una mutación de los conceptos de cultura cívica y de democracia participativa.” (Muñoz: 2005 b, 215). En suma, las investigaciones contemporáneas de Birmingham equiparan la construcción social de la realidad con la construcción mediática de la vida social. Frente a la Teoría Crítica, la ideología apenas es considerada como formación de la opinión pública por estos autores, en la medida en que su énfasis en lo cotidiano los deslinda de los procesos organizativos e institucionales. De allí que la despolitización sea la marca generalizada de estos estudios, misma que sea proyectada sobre los receptores que parecen quedar reducidos a espectadores inactivos e inmóviles frente a la impronta política de los mass- media. De esta suerte, “el interés por reducir al subjetivismo al ciudadano de las sociedades post- industriales, reemplaza los contextos sociales por un mundo de la vida entendido como una audiencia fragmentada y aislada socialmente.” (Muñoz: 2005 b, 220).
Las discusiones de Frankfurt y Birmingham hacen parte de un enorme espectro de discusiones acerca de la relación medios- política. En los últimos años, la globalización y la emergencia de nuevas tecnologías como el Internet han traído consigo un revival de la cuestión dando lugar a un debate entre quienes ven en la televisión y los mass-media un potencial creador y emancipatorio para la política y aquellos que, por el contrario, ven en estos el sepulturero de la democracia. El siguiente trabajo busca enunciar las líneas generales de esta disputa a partir de la contraposición de dos lecturas: por un lado la tesis de la sociedad transparente de Gianni Vattimo y por otro, la crítica de la videopolítica de Giovanni Sartori. El planteamiento de ambos autores se empleará para analizar en general, las transformaciones de la política en relación con las nuevas tecnologías de la comunicación y en particular, el papel desempeñado por los partidos políticos en esta coyuntura.
Se propone como hipótesis de trabajo que los partidos políticos atraviesan por una profunda transformación en sus modos y estructuras más como resultado de la mutación en las relaciones entre gobernantes y gobernados, que sin duda se ven afectadas por las nuevas tecnologías de comunicación, que como consecuencia de una crisis general del sistema representativo. En este último sentido, los partidos se debaten entre la transparencia exigida por una opinión pública ideal y la evanescencia inmanente a la velocidad y futilidad de los medios de comunicación. En un mundo en el que las imágenes desplazan a los discursos y los personajes a los partidos, el papel de estos últimos es seriamente replanteado.

Medios y Politica. La sociedad transparante?


La obra de Vattimo hace parte del llamado “pensamiento débil”, una actitud filosófica anti- ilustrada que participa de la ecléctica amalgama de teorías que se hacen llamar postmodernas. No obstante su origen como movimiento fundamentalmente estético , el postmodernismo ha tenido una importante influencia en el ámbito de la política a partir de la década del setenta como un factor generador de nuevas subjetividades y de nuevas formas de aprehensión del fenómeno social. Como ruptura con respecto al orden ilustrado, la Post- modernidad representa una manera novedosa de observar la cultura política, a partir de un lente despolitizado. Se trata de un intento por debilitar la racionalidad ético- estética propia de la Modernidad con claras consecuencias en la forma de entender el lugar del sujeto en la historia, el papel de las ideologías y las posibilidades emancipatorias de uno y otras.

Bajo el rótulo de la Post- modernidad convergen una serie de teorías de distinto calibre que van desde los planteamientos neonietzchianos e instintivistas hasta nociones propias del pragmatismo anglosajón y la fenomenología heideggeriana, en una colcha de retazos no necesariamente articulada. De ahí que, para algunos autores, sea más sencillo identificar la post- modernidad por el conjunto de factores a los que se opone que por una declaración coherente de principios, en una suerte de definición negativa (Muñoz: 2005 a). De manera general, los autores postmodernos coinciden en una serie de características exteriores, esto es, contextuales, e interiores o inherentes a su forma de pensamiento. Dentro de las primeras, se encuentra su surgimiento en medio de sociedades mass- mediatizadas que hacen posible la amplia difusión de sus ideas en una especie de marketing intelectual y cultural, comparable al funcionamiento de las industrias culturales descrito por Adorno y Horkheimer. El post- modernismo se hace así capaz de organizar y articular corrientes de pensamiento deslocalizándolo de las elites intelectuales y reubicándolo en periódicos, revistas especializadas y best sellers al alcance de una clase media ascendente.

Al interior, el pensamiento postmoderno se compone de algunos elementos comunes que le dan una relativa unidad temática. Esta concepción estético- filosófica se hace patente, en lo fundamental, en una actitud anti- ilustrada, anti- historicista y anti- racionalista, en suma en una actitud anti-moderna. Ahora bien, qué comporta exactamente cada una de estas oposiciones? En primer lugar, el pensamiento ilustrado caracterizado por el triunfo de la razón crítica, el universalismo y la fe en el progreso, es descalificado por los postmodernos por considerarlo anacrónico y totalitario. El quiebre del sistema de la razón crítica provendría, para autores como Vattimo, del fin de la dicotomía entre ser y deber ser propio de la propuesta kantiana. Este desdiferenciamento se daría una vez que los mass- media logran erigir una sociedad caracterizada por la identidad entre ser y apariencia a partir de la exaltación de la realidad, dando lugar a la denominada sociedad transparente. En esta se desdibuja el papel de los universales y del imperativo categórico en la reconstrucción estética de la ética y se reemplaza por una sacralización de la realidad tal y como exhibida por los medios. (Vattimo:1990)

En efecto, cuando el hombre postmoderno empezó a recibir información en forma masiva, se dieron cambios que afectaron su forma de actuar. De repente se pasó a tener un mundo menos estructurado y encasillado en un modelo, para tener otro más abierto, con más tolerancia y diversidad. El individuo, en su situación social, política y económica, pero fundamentalmente en su esfera cultural, se vio influenciado por los mass media. De esta suerte, al aumentar e intensificarse los flujos comunicacionales, la información ya no fue solo un aspecto del progreso, sino el eje del mismo. La cultura pasó de solo ser transmitida por los medios para ser creada y reproducida por ellos. El hombre postmoderno inicia así un nuevo tipo de relación con su entorno, más tolerante y pluralista, gracias a la visión más amplia que le ofrecen los medios. De ahí que para Vattimo: “…bastaría que los mass media, que son las formas de autoconciencia que la sociedad transmite ahora a todos sus miembros, no se dejasen condicionar por las ideologías, los intereses particulares, etc., y se convirtiesen, de algún modo, en <<órganos>> de las ciencias sociales…y difundieran una imagen <> de la sociedad…” (Vattimo: 1990, 103).

Se trata sin dudas de una visión idealizada de los medios de comunicación. La idea de que estos no sean manejados por ningún interés e ideología pierde de vista un hecho trascendental: que el hombre siempre es movido por ideas e intereses. Vattimo ignora además que todo acto de comunicación es un acto de interpretación y, por lo mismo, carece de objetividad, siendo fundamentalmente intersubjetivo. La transparencia mass- mediática propuesta por Vattimo no es mas que una exaltación de la realidad transmitida y difundida por los mensajes estandarizados de las empresas audiovisuales. La disolución entre apariencia y ser, esto es, la victoria de la realidad sobre la utopía, es solo el producto de una sacralización del orden de lo real, pero con el defecto de asumir la realidad representada de los mass- media como espejo de lo cotidiano, y una vez más, la cotidianidad entendida no como los procesos sociales o económicos concretos, sino como el espectáculo comunicativo mismo.

Por otro lado, el hecho de que haya surgido la sociedad de los mass media no hace que esta sociedad sea más transparente, sino al contrario, una sociedad más compleja y caótica. A la multiplicación de puntos de vistas, producto del exceso y velocidad de circulación de la información no le siguen la verdad y la objetividad sino la desinformación, la subinformación y la farsa. De hecho, un principio fundamental de los medios de comunicación es la recreación ficticia de la realidad y no su representación idéntica. Con la diversificación de la información, cada cual esta en libertad de informar, emitir, o disfrazar a su antojo.

Lo anterior no parece constituir un problema para Vattimo, antes bien, el hecho de que haya tantas visiones de la realidad, hace que la misma realidad parezca mentira. Y gracias a ésto, “…se abre camino un ideal de emancipación a cuya base misma están, más bien, la oscilación, la pluralidad y, en definitiva, la erosión del propio principio de realidad…” (Vattimo: 1990, 82). La erosión, e incluso la pérdida, del principio de realidad se debe a las tantas visiones del mundo que surgieron, lo que nos hace pensar si se trata de una pérdida. Para Vattimo, no habría tal, tratándose más bien de la condición misma de una nueva etapa: la postmodernidad. En la Edad Moderna se gozaba de una realidad más clara y sólida, pero con la mediatización de la sociedad, el tener una realidad confusa es inevitable. La emancipación a la que alude Vattimo es entonces aquella inherente a la liberación de las restricciones que existían antes, cuando había “…una sola forma verdadera de realizar la humanidad…” (Vattimo: 1990, 84).

Resumiendo hasta aquí podemos decir que, desde la perspectiva de Vattimo, cuando surgen los medios de comunicación de masas el mundo deja de ser unitario para tornarse diverso. Pero a la vez, este se presenta más incierto y menos tranquilizador que el del mito moderno (ilustrado, racionalista e histórico). De esta manera, si bien Vattimo hace una acertada descripción de la sociedad mass- mediática, cae en la ingenuidad al calificarla como transparente y emancipatoria. Quizás se trate de una perspectiva excesivamente idealista y estetizante con poca observación del mundo real. La pérdida de la dimensión crítica afecta no tanto a las sociedades postmodernas como a sus filósofos, que parecen abandonarse a un relativismo insulso so excusa del totalitarismo de la razón moderna. La sociedad transparente no es una sociedad mas conciente de si misma, ni siquiera una sociedad más plural, aunque sin duda encarne una sociedad que ha perdido conexión con cualquier principio de realidad. Veamos ahora la contraparte del argumento de Vattimo: la sociedad teledirigida.

Friday, September 28, 2007

La sociedad teledirigida



Para Giovanni Sartori, la irrupción de la videopolítica es un fenómeno que comprende sólo uno de los múltiples aspectos del poder del video: su incidencia en los procesos políticos mediante una transformación radical del "ser político" y de la "administración de la política". Se trata del cambio civilizatorio, en plena expansión, a favor de la cultura audiovisual. Según el autor, asistimos a la emergencia de un homo videns, la persona video-formada que se relaciona con el mundo desde los lenguajes visuales, quedando atrás el homo sapiens y sus virtudes ilustradas. La televisión, dice Sartori,

… es ver desde lejos (tele), es decir, llevar ante un público de espectadores cosas que puedan ver en cualquier sitio, desde cualquier lugar y distancia. Y en la televisión prevalece el hecho de ver sobre el hecho de hablar, en el sentido de que la voz del medio o del hablante, es secundaria, está en función de la imagen, comenta la imagen. Y en consecuencia, el telespectador es más un animal vidente que un animal simbólico. (Sartori: 1998, 26).

El lugar del telespectador frente a la pantalla será entonces un espacio imaginario de poder visual, que no sólo alimenta el goce frente a la pantalla (veo televisión porque me gusta) cuando el noticiero pone el mundo a nuestra disposición, sino también cuando nos hace tomar contacto “a distancia”, de manera personalizada y bajo los poderes del control remoto, con el lejano, tímido y tumultuoso mundo del poder político (Landi:1991).

Ahora bien, la videopolítica no es exclusiva de la democracia, pues ya hemos visto cómo el poder del video también está a disposición de las dictaduras, sin embargo, el interés de Sartori, como el nuestro, es rastrear el papel de los medios en los sistemas liberal-democráticos, esto es, en aquellos que cuentan con elecciones libres. Tres serán las a variables a considerar: la formación de la opinión pública, el proceso electoral y la forma de hacer política (buena política).

Con respecto al primero de estos puntos, Sartori empieza indicando que la democracia se identifica con el gobierno de opinión, en el cual el pueblo soberano "opina" sobre todo de acuerdo con la forma con que la televisión le induce a opinar. En este sentido, vale señalar que la opinión pública, en tanto conjunto de visiones alrededor de los asuntos de interés general, no implica en ningún sentido la producción de un saber. Se trata de la emisión de doxa y nunca de episteme. Esta aclaración es fundamental para comprender el papel de los medios en la formación de la opinión, ya que, si lo que requiere la democracia es una mera producción subjetiva (doxa), la televisión puede descargarse sin problema de cualquier función educativa o científica (episteme). No es su tarea la producción de saber y verdad.

Pero si esto es cierto, ¿cómo puede confiarse la salud de la democracia a la actividad de la opinión pública? Si de lo que se trata es de equiparar la buena política a la ecuación democracia= opinión, donde opinión= juicio subjetivo y entonces, por transitividad, democracia=juicio subjetivo, la noción de democracia que suscribe Sartori estaría por demás en sintonía con la sociedad transparente de Vattimo. Sin embargo, el argumento del italiano enfatiza en la necesidad de garantizar una cierta autonomía de la opinión pública, esto es, de asegurar la objetividad y veracidad de los hechos transmitidos a la opinión, cosa que poco o nada le interesa a Vattimo. Dicho cometido, se lograría haciendo que la opinión esté expuesta a un gran flujo de información sobre el estado de la cosa pública:

Si fuera “sorda”, demasiado cerrada, y excesivamente preconcebida en lo que concierne a la andadura de la res publica entonces no serviría. Por otra parte, mientras más se abre y expone una opinión pública a flujos de información exógenos (que recibe del poder político o de instrumentos de información de masas), más corre el riesgo la opinión del público de convertirse en hetero- dirigida (Sartori: 1998, 71).

El imperativo de una opinión pública debidamente informada cobra mayor relevancia en la era de la televisión ya que, mientras en tiempos de la prensa escrita y la radio el equilibrio entre opinión autónoma y opiniones heterónomas (heterodirigidas) estaba garantizado por la existencia de una prensa libre y múltiple, en la era de la videopolítica a causa de la inmediatez de un hecho informativo basado en la mera imagen, se rompe el sistema de re-equilibrios y retroacciones múltiples que habían instituido los medios de comunicación basados en el lenguaje oral y escrito. “La televisión destrona a los llamados líderes intermedios de la opinión y se lleva por delante a la multiplicidad de autoridades cognitivas que establecen de forma diferente, para cada uno de nosotros en quien debemos creer, quién es digno de crédito y quién no lo es” (Sartori:1998, 72). La autoridad ahora es la imagen: lo que se ve parece real, y lo que parece real, parece verdadero. Con esto, la videopolítica pone en serio riesgo el gobierno de la opinión, no hay transparencia sino representación, no hay independencia sino heteronomía. Así, el contenido de la democracia es en apariencia reforzado por muchas y múltiples imágenes, pero a la vez, es des-sustancializado y vaciado por la futilidad de sus contenidos.

La televisión condiciona además el proceso electoral en múltiples formas que van desde la selección de los candidatos y las formas que adquiere la contienda electoral hasta las posibilidades de triunfo de un determinado aspirante. En el próximo apartado veremos cómo este gobierno de la imagen influye a los partidos políticos. Por ahora, fijaremos la atención en los efectos electorales de los sondeos de opinión. Como bien señala Sartori, la mayoría de las opiniones recogidas por los sondeos es débil, pues no expresa opiniones profundas ni realmente sentidas; volátil, pues puede cambiar en cuestión de días u horas; inventada, pues muchas veces el entrevistado responde lo primero que se le viene a la cabeza; y suele reflejar lo que es previamente transmitido por los medios de comunicación. Visto a lo anterior, la medición de la opinión publica por la vía de los sondeos de opinión deja mucho que pensar, incluso haciendo caso omiso del nivel de pre-formación que pueda tener la televisión, y atendiendo exclusivamente a cuestiones metodológicas como el tipo de preguntas y la forma de recavar la información. De esta manera,

los sondeos no son instrumentos de demo- poder- un instrumento que revela la vox populi, sino sobre todo una expresión del poder de los medios de comunicación sobre el pueblo, y su influencia bloquea frecuentemente desiciones útiles y necesarias, o bien lleva a tomar decisiones equivocadas sostenidas por simples rumores, por opiniones débiles, deformadas, manipuladas, e incluso desinformadas. (Sartori: 1998, 76)

El tercer nivel de injerencia de los medios televisivos afecta la forma general de hacer política, la buena política, aun cuando secularmente las nociones de bueno y político nos resulten inasibles en forma conjunta. Se trata de la influencia de los medios en la configuración de los partidos políticos, la forma de tomar desiciones por parte de los gobiernos y los márgenes de maniobrabilidad de los ciudadanos.

Friday, August 03, 2007

LOS MOVIMIENTOS SOCIALES EN AMERICA LATINA. Entrevista con el sociólogo argentino César E. Peón.


Por Gina Paola Rodríguez

P/ Qué papel juega la globalización en la configuración de los nuevos movimientos sociales?

CP/ Bueno, hay un desplazamiento importante que tiene que ver con el agente del cambio social. En el caso de los antiguos movimientos obreros, el cambio social estaba encarnado en el proletariado, por lo que la solución de las contradicciones sociales descansaba en esta clase. Se trataba de una etapa inscrita en el doble juego de la lucha por el mejoramiento de las condiciones laborales (salarios, jornadas de trabajo, derechos sindicales, etc.) y por la construcción de la ciudadanía (por la inclusión en el censo ciudadano) en la que el Estado (nacional) era un interlocutor privilegiado.
Con la globalización en cambio, la cuestión se da más a nivel sistémico, como lo señala Luhmann. Si un agregado social, reclama por los efectos del cambio climático, por ejemplo, es evidente que la solución de sus demandas ya no pasa por el Estado nacional, sino que es una cuestión que sólo puede resolverse a nivel planetario como se puede observar cuando se denuncia que EEUU se niega a refrendar el Protocolo Ambiental de Kyoto.
Esto tiene una injerencia directa en la duración de una demanda y por lo mismo, en la permanencia de un movimiento. Cuánto dure un reclamo entra a depender de la capacidad de ruido que se haga dentro del sistema, de la capacidad de respuesta de este y de que los reclamantes no diluyan sus demandas.

P/ En los últimos quince años parece haber un resurgimiento de la movilización social en América Latina. Cuáles de estos movimientos conoce usted y cuáles le parecen más importantes?

CP/ Las grandes transformaciones sociales en estos países han estado relacionadas sin duda con los movimientos campesinos. Este es un tema poco estudiado, pero si uno ve por ejemplo el estudio del antropólogo Eric Wolf, se encuentra con que el papel jugado por el campesinado en todas las Revoluciones del Siglo Veinte (si mal no recuerdo así se llama su libro, editado por Siglo Veintiuno) es fundamental
En las revoluciones rusa, mexicana, china, argelina, cubana, vietnamita, boliviana, nicaragüense, etc., se destaca la presencia del campesinado.
En todos estos casos la relevancia tiene que ver con las transformaciones operadas en la propiedad de la tierra y en la modernización de la estructura agraria.
También están los grandes movimientos urbanos, movimientos obreros en zonas industriales de nuestros países que, a diferencia de los europeos no contaron con una estructura acabada debido justamente a lo precario de nuestro desarrollo industrial. Es el caso de los movimientos en Sao Pablo (Brasil) y en Córdoba (Argentina).

P/ Dentro de la ola reciente de movimientos urbanos, parece haber toda una corriente de espontaneísmo auspiciada por el Internet y las nuevas tecnologías de comunicación. Se me ocurre el caso de esta ola de sittings convocados vía e- mail que vienen ocurriendo en Nueva York y Seattle. Será ésta una tendencia a futuro de los movimientos sociales?, es decir, puede ser que dados los adelantos en las tecnologías de información se llegue a una organización aún más informal y espontánea de la protesta social que de algún modo haga de los movimientos sociales una figura en desuso?

CP/ El Internet ha mostrado ser un medio eficaz para convocar a las manifestaciones. Aún no sabemos hasta dónde puedan llegar estas tecnologías, sin duda son importantes en la movilización de la sociedad civil. A mi por ejemplo me llegó un correo electrónico en el que se instaba a apagar la luz el 11 de agosto durante 7 minutos (entre las 19:53 y las 20:00 hs.) en señal de protesta por el calentamiento global y para demostrar que el ahorro de energía es factible. Aquí hay que pensar que si bien el mensaje se ha distribuido masivamente, el número de usuarios de Internet a nivel global aun no es lo suficientemente alto por lo que, el grado de efectividad de esta convocatoria se vuelve relativo.
Hay un segundo aspecto a tener en cuenta y es considerar si los Estados permitirán mantener la circulación libre de esta información. Como se vio en el caso de la URSS antes de la caída del muro de Berlín, y actualmente en Chinal, Cuba y países musulmanes, el control del acceso a las tecnología informáticas, los sistemas de fotocopiado, el uso de Internet, etc., es un asunto considerado en relación con la seguridad del estado y el control del poder por parte de las nomenclaturas políticas que operan como oligarquías, en el sentido más tradicional del término.
También hay que destacar que los gobiernos occidentales y democráticos se sienten incómodos en ante esta situación y hacen permanentes intentos de expandir su control. Por ahora, los límites los pone con eficacia la misma sociedad civil, como pudo verse cuando Bush intentó avanzar en el control de la información pública después del atentado a las Torres Gemelas.

La nueva izquierda latinoamericana?


P/ Volviendo al caso latinoamericano, parece haber una tendencia a relacionar la explosión reciente de movimientos sociales contrarios a las políticas neoliberales con la emergencia de una nueva izquierda en el subcontinente. Se aglutinan en el mismo saco el zapatismo mexicano, los Sin tierra del Brasil, los piqueteros de la Argentina y los indígenas de Bolivia y Ecuador. Qué piensa al respecto?

CP/ La izquierda perdió el sujeto de la historia y lo busca en cada nuevo movimiento social.
Sigue pretendiendo que en cada una de estas manifestaciones se halla el nuevo sujeto histórico de cambio. Esta no es, sin embargo, una actitud novedosa, ya le había pasado por ejemplo a Marcuse con mayo del 68 y el movimiento estudiantil en el que creyó encontrar a la vanguardia de la resistencia contra lo que él llamaba la sociedad postindustrial y su secuela necesaria: “el hombre unidimensional”.
Aquí aparece nuevamente el problema de la persistencia de los movimientos en el tiempo, pareciera que ésta depende de pasar de la espontaneidad a la estructuración formal. En el caso de los antiguos movimientos obreros había un trayecto regular consistente en la identificación de necesidades, la toma de conciencia esas necesidades y el establecimiento de formas de organización sindicales y políticas que lleven adelante la lucha por satisfacerlas, en fin lo que llamaba un proceso de estructuración de clase que remataba en la formación del partido político de la clase, partido encargado de expresar a la clase en el plano de la lucha por el poder del estado para transformar la sociedad.
Ahora bien, hay que reconocer que muchos de los partidos obreros fracasaron a la hora de cumplir con este mandato (más teórico que real) y no pasaron de expresar demandas sociales en contextos reformistas articulando programas pluriclasistas que suelen identificarse como “socialdemócratas”.
Finalmente, a medida que se hace más evidente la pérdida de peso social y presencia política de la clase obrera, la pérdida de la “centralidad” proletaria como acertadamente lo definió alguno, los partidos obreros quedan reducidos a grupúsculos sectarios sin arraigo social.

P/ Qué particularidades tendrían entonces los nuevos movimientos sociales, o qué síntomas estructurales reflejan?

CP/ Los nuevos movimientos reflejan, en primer lugar, la crisis del Estado de Bienestar revelando los problemas que quedan vacantes frente al abandono de las funciones clásicas del estado de bienestar.
En muchos países, la Argentina con el peronismo por ejemplo, el populismo se adelantó a resolver las demandas sociales antes que la sociedad se organizara y emergieran amplios movimientos de reclamo.
Recientemente, las demandas de bienestar social: jubilación, la salud pública, educación pública cada vez más prolongada, seguridad, servicios urbanos, etc. han hecho que el Estado se encuentre desbordado en el medio de una crisis fiscal y con el agravante del peso relativo que ahora le plantea una población crecientemente envejecida por la prolongación de la esperanza de vida.
Hoy los movimientos sociales ponen en la agenda del Estado una serie de cuestiones que no serían atendidas a menos que los involucrados no las hagan socialmente visibles.
Hay otro punto a resaltar y es el impacto que tienen los movimientos sociales sobre la cultura democrática y la participación. Sin duda los movimientos enseñan a la gente a participar. Hay un cierto mandato de las viejas oligarquías latinoamericanas que dice que primero hay que educar al pueblo y después otorgarle los derechos civiles.
José Nun (sociólogo y actualmente Secretario de Cultura de la Nación ) ha escrito mucho sobre “democracia participativa” y uso la imagen de que para aprender a nadar no basta con recibir instrucciones al borde de la piscina, siempre hay que afrontar la prueba del agua.
Lo que se ve, en este punto, es que hay una tensión entre representación y participación, lo que hacen los movimientos sociales es crear espacios de participación cancelando la mediación de la política. Se quedan cara a cara con el Estado, o con los Bancos como pasó en Argentina durante la crisis del 2001.
En ese entonces la gente se reunía en las plazas y tenía asambleas como medios para movilizar ideas, coordinar acciones y acordar consignas.
Esta dinámica sin embargo se fue desgastando a medida que se encontraban salidas parciales a la crisis y, también en gran parte, porque no faltaba el viejo militante de izquierda que encontraba una tribuna para desempolvar su viejo discurso “revolucionario” y fue hastiando al auditorio con propuestas inviables y consigas irreales.
Pero me parece que el desgaste del asambleísmo se dio fundamentalmente porque paulatinamente se fue “normalizando” la situación junto con el hecho de que aparecieron soluciones de compromiso que iban permitiendo sortear los momentos más duros de la crisis, así se encontraron nuevas formas de economía como el trueque. Por ejemplo, una parienta mía pagó los servicios profesionales de su dentista con tortas y empanadas.
Después aparecieron los vales que llegaron a cotizarse en una especie de mercado negro y fueron objeto de especulación como cualquier otra moneda.
Estas son las cosas que tienen los movimientos coyunturales que no logran institucionalizarse y desaparecen o bien cuando la demanda es satisfecha o bien cuando esta es diluida o repensada por los miembros del movimiento. Pensemos en el caso de las pasteras de Gualeguaychú, aquí se ve cómo las demandas van modelándose, cambiando de tono y matizándose a medida que se presentan los contraejemplos y se incorporan otros intereses a la discusión.

P/ En qué radicaría entonces el éxito de un movimiento social?

CP/ Bueno, existen dos posibilidades. Un movimiento puede ser exitoso o bien cuando satisface sus demandas o bien cuando logra institucionalizarse y mantener su presencia en la política, conformando un partido por ejemplo, o articulándose al programa político de alguno existente.
Fijémonos en el caso de la Revolución mexicana donde un movimiento amplísimo y muy complejo terminó organizándose como partido (Partido Revolucionario Institucional: PRI) y dominando la política nacional durante más de setenta años. Hoy por supuesto hay un desencanto frente a este partido por todo lo que ha sido su historia post- revolucionaria. Lo importante es que la gente está aprendiendo que la democracia no le puede satisfacer todas las necesidades. No es como decía Alfonsín que con la democracia se come, se cura y se estudia. La democracia es ante todo un método de procesamiento del todo conflicto social y un instrumento para regular la participación amplia en los procesos de toma de decisiones sobre asuntos públicos. Es un método especialmente idóneo para aplicar en el campo de la política. Cuando lo traslado a otros ámbitos corro el peligro de desvirtuarlo.