Monday, September 08, 2008

El devenir de la violencia en las prácticas políticas


La violencia parece constituir la atmósfera en la que invariablemente transcurre la historia de los hombres. Su presencia se mantiene tanto en los espacios de la vida privada como en los de la vida pública, e igual en las interacciones políticas que en las familiares, laborales y aún en las deportivas, abarcando una gran diversidad de contextos, escenarios, tipos y significados, y adoptando cambios en su dinámica e intensidad a lo largo del tiempo.

No obstante su centralidad fáctica, la violencia ha sido expulsada fuera de los límites teóricos de la modernidad occidental, ya sea por su periferización en el estado de naturaleza hobbesiano, o por su definición como momento negativo de la cabalgata hegeliana del espíritu. La disociación de política y violencia es una característica común al grueso de las teorías ilustradas que ven en la guerra y los conflictos al interior de la política una especie de retorno a la premodernidad, a un estado de naturaleza e incivilización que debe ser superado por las luces de la razón. Esta política sin violencia tiene su raíz en el mito del progreso a partir del cual la modernidad es asumida como una era fundamentalmente pacífica y civilista en la que la violencia como forma de tratamiento de las contradicciones pierde asidero en el sistema social.1

No obstante su invisibilización en el plano teórico, lo cierto es que la violencia mantiene su presencia en la historia de la modernidad ocupando un lugar que se resiste a quedar en los márgenes de lo político. De ahí la necesidad de volver la vista sobre el fenómeno y a partir de ésta realizar un test a la política en occidente. En esta perspectiva han avanzado todos aquellos autores que han mantenido una posición crítica con el proyecto moderno y de forma concomitante, desarrollado una reflexión sustantiva acerca de la violencia. (Marx, Nietzsche, Sartre, Fanon, Clastres, Benjamin, Foucault, Agamben). Lejos de negar su papel central en los grandes cambios históricos, estos pensadores otorgan un tratamiento directo y expreso del tema, desentrañando el sentido y los mecanismos de su operación, y mostrando cómo ésta emerge tras cada uno de los conceptos fundamentales que constituyen la arquitectura conceptual del imaginario político moderno. Basta con ver cómo la génesis y conformación del Estado - Nación, la separación de poderes, el reconocimiento de los derechos fundamentales y sociales, y el derecho de autodeterminación de los pueblos, resultan impensables sin la Guerra de Treinta años, las Revoluciones Inglesa, Francesa y Americana, las convulsiones sociales del siglo XIX, las dos Guerras Mundiales y las luchas por la descolonización.

Ahora bien, la centralidad y aparente inevitabilidad de la violencia en la construcción de las sociedades no han de llevarnos a prescribir su carácter natural o deseable. Lejos estamos de sancionar su biologización o exclusividad como fuerza instrumental. Sin embargo, vale la pena detenerse en sus mecanismos de operación a fin de pensarla sustantivamente. En esta perspectiva, se requiere ofrecer elementos para una crítica de la violencia, entendiendo el término no en el sentido axiológico de crítica como impugnación, sino en el sentido filosófico de crítica como conocimiento. La razón no es otra que evitar caer en la ya común tendencia de la crítica como objeción o refutación que suele conducir a una lectura banal u ordinaria del concepto, y orientarnos más bien por los caminos del criticismo kantiano. Hacer una crítica de la violencia, en este sentido, no es más que esforzarse por conocer sus alcances y límites sin adoptar ninguna actitud valorativa. Antes de condenar o justificar la violencia, es necesario conocerla, analizar sus supuestos y posibilidades y tomar conciencia de su significado.

La crítica propuesta es solo una de múltiples miradas posibles al análisis del caso colombiano, sintomático, cuando no paradigmático del fenómeno que motiva el presente trabajo: la paradójica institucionalización disfunción. Colombia vive desde hace más de medio siglo una situación de violencia generalizada hasta el punto en que las formas violentas de relación, esto es, aquellas caracterizadas por el predominio intencionado de la fuerza para la consecución de fines, con producción de daños a las víctimas, han devenido predominantes. Tan solo entre 1996 y junio del 2006, más de 30.000 personas fueron muertas o desaparecidas por razones políticas.

Así las cosas, resulta imperativo discutir las diferentes concepciones de la violencia, las respuestas del Estado y de los ciudadanos y sus implicaciones para el sistemas de justicia y para la democracia del país. No puede ser otro el llamado en escenarios como el colombiano, donde la altísima frecuencia del recurso a la fuerza (estatal, paraestatal e insurgente) parece dar cuenta de la instalación y perpetuamiento de la violencia como una práctica social capaz de reorganizar las relaciones sociales hegemónicas mediante la construcción de una otredad negativa.