Wednesday, March 11, 2009

Del sondeo y otros demonios


Suele ser un lugar común en las discusiones sobre las democracias actuales el referirse a una supuesta crisis de representación. Sin embargo, si bien el sistema ha sufrido un conjunto de modificaciones, los cuatro principios del gobierno representativo – i. elección de gobernantes por parte de los gobernados; ii. autonomía de los gobernantes respecto de los gobernados, en oposición al mandato imperativo; iii. independencia de la opinión pública respecto de los gobernantes; y iv. decisión colectiva como producto de la deliberación – instalados desde la consolidación de las Repúblicas Americana y Francesa siguen vigentes.

A lo que asistimos entonces es a un proceso transformación en los estilos y estrategias que caracterizaban los vínculos entre representantes y representados, los cuales son reconfigurados en el marco de una creciente incidencia de los medios de comunicación en la definición de los procesos políticos. Autores como Bernard Manin han identificado estas mutaciones con el tránsito de la democracia de partidos a la denominada democracia de audiencias.

En reemplazo de las formas que asumía el vínculo representativo en la democracia de masas –donde los partidos políticos desempeñaban un rol fundamental en la construcción de voluntades, y las preferencias electorales eran estables-, en la democracia de audiencias, la representación adquiere un formato personalizado, estableciéndose un vínculo directo y volátil entre la elite gobernante –experta, ahora, en medios de comunicación e imagen- y el electorado -transformado, ahora, en audiencia expresada a través de los sondeos de opinión.

De esta suerte, los candidatos tienden a prescindir de los partidos políticos. Ya no necesitan de los programas partidarios ni de los militantes. La personalización de la política hace que los electores se inclinen a apoyar líderes según su habilidad mediática y estos, haciendo uso de los medios de comunicación, entran en contacto directamente con el electorado sin mediar con las redes sociales de los partidos.

Nos encontramos así en un escenario en el cual la autoridad radica en la imagen: lo que se ve parece real, y lo que parece real, parece verdadero. Con esto, la videopolítica, término empleado para describir la incidencia creciente de los medios visuales en los procesos políticos, pone en serio riesgo el gobierno de la opinión, no hay transparencia sino representación, no hay independencia sino heteronomía. Así, el contenido de la democracia es en apariencia reforzado por muchas y múltiples imágenes, pero a la vez, es des-sustancializado y vaciado por la futilidad de sus contenidos.

Muestra de este diagnóstico es el resultado de la más reciente encuesta de la firma Gallup que mide, entre otros aspectos, las opiniones sobre el estado de ánimo del país en cuatro grandes ciudades, las evaluaciones sobre la gestión del presidente Álvaro Uribe, gobernadores y alcaldes, la favorabilidad de algunos personajes de la vida pública y la aprobación de distintas leyes y políticas.

Los resultados distan de ser sorprendentes, visto un récord histórico de encuestas que insiste, por ejemplo, en afirmar un alto índice de favorabilidad en la percepción de la gestión presidencial, no obstante los múltiples escándalos por ‘parapolítica’, falsos positivos, crisis de la Cancillería, sin hablar del trato del Jefe del Estado hacia la oposición.

Pero, más allá de los resultados arrojados por la encuesta, la pregunta que vale la pena hacerse tiene que ver con el alcance y limitaciones de los sondeos de opinión en la configuración de la política colombiana. Es un hecho evidente que en todas las latitudes, los medios de comunicación condicionan la formación de la opinión pública, los procesos electorales y los modos de hacer política en múltiples formas que van desde la selección de los candidatos y las características que adquiere la contienda electoral, hasta las posibilidades de triunfo de un determinado aspirante.

Al respecto vale decir que el grado de confiabilidad que pueda depositarse en las estimaciones arrojadas por sondeos como el de Gallup merece ser revisado. Una muestra de 1000 personas, todas con línea telefónica, en solo cuatro ciudades no necesariamente refleja el estado de ánimo del país. De ahí que, un índice de error que apenas supera el 3% deba replantearse ya no en términos de la correcta aplicación del instrumento estadístico, sino en virtud de los criterios de representatividad, aleatoriedad, tamaño de la muestra y probabilidad conocida de selección de las unidades de la encuesta, por no hablar del tipo de preguntas.

Lo que se evidencia es que la mayoría de las opiniones recogidas por los sondeos es débil, pues no expresa opiniones profundas ni realmente sentidas; volátil, pues puede cambiar en cuestión de días u horas; inventada, pues muchas veces el entrevistado responde lo primero que se le viene a la cabeza; y suele reflejar lo que es previamente transmitido por los medios de comunicación.

La invitación no es pues a abandonar las encuestas, pero si a repensar su alcance. Incluso haciendo caso omiso del nivel de pre-formación que pueda tener la televisión en las respuestas de los encuestados, y atendiendo exclusivamente a cuestiones metodológicas como el tipo de preguntas y la forma de recavar la información, los sondeos de opinión se encuentran lejos de constituir un termómetro de la democracia o del estado de ánimo de un país.

Revise con precaución la ficha técnica de las encuestas que solo son presentadas fragmentariamente en el noticiero, pregúntese cuántas veces lo han llamado a su casa o al trabajo en el marco de uno de estos ejercicios y después si, permítase hacer un juicio propio de la situación nacional.