Tuesday, March 31, 2009

Sobre la Cultura Política Latinoamericana (Fragmento)



Imagen: Anne Stickel. Caminando América Latina.

Cuando hablamos de América Latina se nos plantean dos preguntas fundamentales. La primera, es la cuestión acerca de la existencia de una cultura política común a una región tan diversa, o al menos la presencia de un conjunto de rasgos similares entre los países que la componen que nos permita identificar alguna suerte de carácter aglutinante que logre diferenciarla de otras latitudes.

La segunda indagación tiene que ver con la capacidad hermenéutica o predictiva del comportamiento político que podamos hacer del subcontinente, o lo que es lo mismo, la pregunta por el alcance de América Latina en tanto categoría de análisis para la ciencia política.

Sobre la primera cuestión existe toda una gama de estudios tendiente a cimentar la idea de un habitus común a la región latinoamericana. Este se derivaría de la herencia hispánica, la influencia católica y el mestizaje, en tiempos de la colonia, y la precariedad de los estados nacionales, la dependencia de los países del centro y el subdesarrollo, en tiempos mas recientes, todos estos, ecos transversales a la historia regional.

Las investigaciones inscritas en esta tendencia se dirigen a describir la forma en que los ciudadanos de estos países desarrollan estructuras de significación a partir de las cuales despliegan su experiencia política y adoptan determinados comportamientos con relación al Estado, los partidos, la toma de decisiones y la ciudadanía en general.

Pero también hay toda una corriente que insiste en la incomensurabilidad de las diferentes experiencias regionales, y por lo mismo, en la imposibilidad de aglutinarlas en una única matriz cultural. Según estos enfoques, sólo sería posible realizar diagnósticos parciales, contextualizados y particulares de las múltiples manifestaciones presentes en las culturas políticas latinoamericanas, sin ninguna pretensión de universalidad.

En este contexto, las investigaciones acerca de la cultura política latinoamericana tienden a convertirse en series asistemáticas de referencias históricas y semánticas producto de la multiplicidad y variedad de manifestaciones, actitudes, simbologías, actores y estrategias inscritos en el juego político de nuestros países.

Esto nos pone de entrada frente a la imposibilidad de hablar de la cultura latinoamericana como un todo homogéneo y monolítico y nos dirige más bien al rastreo de numerosos fragmentos-pistas de las expresiones políticas del subcontinente.

Autores como José Joaquín Brunner han advertido esta misma imposibilidad, señalando que la cultura latinoamericana no es productora de ningún orden capaz de traducirse en un único relato, ya que: “las culturas de América Latina en su desarrollo contemporáneo, no expresan un orden- ni de nación, ni de clase, ni religioso, ni estatal, ni de carisma, ni tradicional ni de ningún otro tipo- sino que se reflejan en su organización los procesos contradictorios y heterogéneos de conformación de una modernidad tardía, construida en condiciones de acelerada internacionalización de los mercados simbólicos en el ámbito mundial.”1

Con esto, el campo de la cultura política latinoamericana se nos presenta como plural e indeterminado, pero además móvil y cambiante, de tal suerte que frente a la ausencia de una historia unificadora, emergen un sinnúmero de relatos e identidades fluctuantes que, no obstante su condición, logran dar cuenta de nuestras características en determinados tiempos y espacios.

De esta suerte, la cultura política latinoamericana puede ser definida como la suma de las matrices culturales que componen el collage de la actividad política de nuestras sociedades en un momento dado. Esto hace que, así como podemos hablar de una cultura política democrática, puede resultar justificado hablar, en otro contexto, de una cultura política autoritaria, cuando predominan ciertos actores, actitudes y formas de acción que bien favorecen la instalación o el mantenimiento de regímenes políticos antidemocráticos.

Otro aspecto a considerar en los estudios sobre la CPLA, es la necesidad de contextualizar las experiencias a analizar según nuestros propios referentes históricos y filosóficos, vale decir, abandonar el patrón seguido por quienes quieren hacer de la CPLA un calco de la experiencia europea o norteamericana.

Tal contextualización supone en primer lugar, la necesidad de entender nuestros procesos no como derivados de la experiencia de modernidad vivida en occidente, (frente a la cual nuestra historia será siempre vista como deficiente e incompleta), sino como dotados de una particularidad propia y única y por tanto, difíciles de evaluar comparativamente. Los errores a los que conduce esta perspectiva se han hecho evidentes en todas aquellas investigaciones que presentan caracterizaciones de la CPLA en términos de una cultura anómala, patológica e irregular con respecto a los cánones la cultura hegemónica demo- liberal.

El llamado es pues a situar los análisis sobre la CPLA en el marco inmediato de sus producciones, de sus maneras de circulación y recepción y en las formas de consumo y apropiación por parte de los diversos actores políticos (individuales, institucionales y colectivos).

Wednesday, March 11, 2009

¿Son seguridad y libertad incompatibles?


La tensión entre libertad y seguridad sirve de marco a un debate que ha llamando la atención de filósofos y gobernantes a lo largo de la modernidad y que parece no resolverse. Recientemente, a propósito de los hechos del 11 de septiembre esta disyuntiva entró a ocupar el centro de la agenda de los gobiernos de occidente.

Frente a la expansión del terrorismo nacional e internacional, la consolidación de una sociedad del miedo, la invasión de una cultura punitiva y el incremento de los índices de violencia estatal se han perfilado como directrices de las políticas públicas, al punto que la seguridad ha sido elevada a la condición de derecho esencial, incluso a costa del recorte de las libertades.

Seguridad y libertad se nos presentan así como principios antagónicos. Los gobiernos justifican la limitación de derechos y libertades de los ciudadanos en nombre de la seguridad argumentando que para mantener la integridad del Estado hay que limitar las libertades. Pero, ¿es realmente cierto que libertad y seguridad son valores incompatibles y que la realización de uno implica necesariamente el sacrificio del otro? ¿Estamos verdaderamente frente a un dilema irresoluble?

Si bien las doctrinas contractualistas y liberales tratan desde hace más de cuatro siglos esta dicotomía proponiendo diferentes equilibrios entre ambas variables, lo cierto es que la centralidad de la seguridad como eje de los derechos fundamentales es un fenómeno reciente que está más asociado al incremento de la paranoia y el miedo de los individuos en medio de una sociedad cuyo lazo comunitario esta seriamente erosionado, cuando no perdido.

La “inseguridad” en el contexto actual se asocia al temor y la desprotección experimentados por los ciudadanos frente a un panorama de total desconfianza. Desconfianza frente a las instituciones (Estado, mercado, partidos, etc), que permanentemente violan y cambian sus reglas de juego, aumentando los niveles de incertidumbre, desconfianza frente a las demás personas, antiguos conciudadanos que han devenido enemigos reales o potenciales, y principalmente, desconfianza hacia la libertad como principio rector de la democracia.

Es la desconfianza como correlato de la pérdida de la comunidad, ese espacio que evoca compañía, protección y solidaridad, la que crea la falsa dilemática entre seguridad y libertad amenazando con que ésta última, esencia del ser moderno, desaparezca.

No hace falta remitirse a la Ley Patriótica de Bush o a la Seguridad Democrática de Uribe para advertir esta tendencia. En Bogotá, las medidas adoptadas en las últimas semanas por el Alcalde Mayor son un claro ejemplo de cómo el discurso de la seguridad le está ganando terreno a la libertad, empobreciendo el ámbito de la política y encerrando y aislando a los ciudadanos. Como si no fueran suficientes los toques de queda subrepticios auspiciados por el pico y placa de dos días y el cierre de Transmilenio a las 11 de la noche, la limitación de las libertades se ha extendido al derecho de libre movilidad de los jóvenes y al libre comercio de un número importante de locales en varias zonas de la ciudad.

El resultado? Millones de bogotanos confinados que no dejamos de sentirnos presos en nuestra propia ciudad, temerosos de salir a la calle por la falta de transporte en horas de la noche, desalentados para pasear frente al viacrucis que implica moverse en auto y en vista de la escasa oferta de espacios culturales de tipo masivo, algunos restringidos para uso cultural por la administración distrital como el Campin. Los efectos perversos de esta securitización no se detienen aquí. La disminución del crecimiento económico y el desempleo también son consecuencia de esta restricción autoritaria e irracional del flujo de personas.

¿Qué ocurriría si en un revés, el discurso de la libertad diera forma al de la seguridad? Si los bogotanos nos sintiéramos libres de salir a la calle, tomarnos la noche y los espacios que hoy nos resultan peligrosos? Si el día no terminara con la jornada laboral y continuara más allá en una Bogotá que no duerme? No será que la libertad y la oferta de oportunidades y espacios de encuentro, y no la seguridad, son la llamadas a restablecer un lazo social caliente que nos permita superar el miedo?

Valdría la pena invertir la tendencia hegemónica para entender que cualquier dispositivo de seguridad es válido sólo en la medida en que asegura la libertad, los derechos y las garantías de los ciudadanos. O en cualquier caso tener claro que quien sacrifica la libertad en nombre de la seguridad, no merece ni la una ni la otra.

Del sondeo y otros demonios


Suele ser un lugar común en las discusiones sobre las democracias actuales el referirse a una supuesta crisis de representación. Sin embargo, si bien el sistema ha sufrido un conjunto de modificaciones, los cuatro principios del gobierno representativo – i. elección de gobernantes por parte de los gobernados; ii. autonomía de los gobernantes respecto de los gobernados, en oposición al mandato imperativo; iii. independencia de la opinión pública respecto de los gobernantes; y iv. decisión colectiva como producto de la deliberación – instalados desde la consolidación de las Repúblicas Americana y Francesa siguen vigentes.

A lo que asistimos entonces es a un proceso transformación en los estilos y estrategias que caracterizaban los vínculos entre representantes y representados, los cuales son reconfigurados en el marco de una creciente incidencia de los medios de comunicación en la definición de los procesos políticos. Autores como Bernard Manin han identificado estas mutaciones con el tránsito de la democracia de partidos a la denominada democracia de audiencias.

En reemplazo de las formas que asumía el vínculo representativo en la democracia de masas –donde los partidos políticos desempeñaban un rol fundamental en la construcción de voluntades, y las preferencias electorales eran estables-, en la democracia de audiencias, la representación adquiere un formato personalizado, estableciéndose un vínculo directo y volátil entre la elite gobernante –experta, ahora, en medios de comunicación e imagen- y el electorado -transformado, ahora, en audiencia expresada a través de los sondeos de opinión.

De esta suerte, los candidatos tienden a prescindir de los partidos políticos. Ya no necesitan de los programas partidarios ni de los militantes. La personalización de la política hace que los electores se inclinen a apoyar líderes según su habilidad mediática y estos, haciendo uso de los medios de comunicación, entran en contacto directamente con el electorado sin mediar con las redes sociales de los partidos.

Nos encontramos así en un escenario en el cual la autoridad radica en la imagen: lo que se ve parece real, y lo que parece real, parece verdadero. Con esto, la videopolítica, término empleado para describir la incidencia creciente de los medios visuales en los procesos políticos, pone en serio riesgo el gobierno de la opinión, no hay transparencia sino representación, no hay independencia sino heteronomía. Así, el contenido de la democracia es en apariencia reforzado por muchas y múltiples imágenes, pero a la vez, es des-sustancializado y vaciado por la futilidad de sus contenidos.

Muestra de este diagnóstico es el resultado de la más reciente encuesta de la firma Gallup que mide, entre otros aspectos, las opiniones sobre el estado de ánimo del país en cuatro grandes ciudades, las evaluaciones sobre la gestión del presidente Álvaro Uribe, gobernadores y alcaldes, la favorabilidad de algunos personajes de la vida pública y la aprobación de distintas leyes y políticas.

Los resultados distan de ser sorprendentes, visto un récord histórico de encuestas que insiste, por ejemplo, en afirmar un alto índice de favorabilidad en la percepción de la gestión presidencial, no obstante los múltiples escándalos por ‘parapolítica’, falsos positivos, crisis de la Cancillería, sin hablar del trato del Jefe del Estado hacia la oposición.

Pero, más allá de los resultados arrojados por la encuesta, la pregunta que vale la pena hacerse tiene que ver con el alcance y limitaciones de los sondeos de opinión en la configuración de la política colombiana. Es un hecho evidente que en todas las latitudes, los medios de comunicación condicionan la formación de la opinión pública, los procesos electorales y los modos de hacer política en múltiples formas que van desde la selección de los candidatos y las características que adquiere la contienda electoral, hasta las posibilidades de triunfo de un determinado aspirante.

Al respecto vale decir que el grado de confiabilidad que pueda depositarse en las estimaciones arrojadas por sondeos como el de Gallup merece ser revisado. Una muestra de 1000 personas, todas con línea telefónica, en solo cuatro ciudades no necesariamente refleja el estado de ánimo del país. De ahí que, un índice de error que apenas supera el 3% deba replantearse ya no en términos de la correcta aplicación del instrumento estadístico, sino en virtud de los criterios de representatividad, aleatoriedad, tamaño de la muestra y probabilidad conocida de selección de las unidades de la encuesta, por no hablar del tipo de preguntas.

Lo que se evidencia es que la mayoría de las opiniones recogidas por los sondeos es débil, pues no expresa opiniones profundas ni realmente sentidas; volátil, pues puede cambiar en cuestión de días u horas; inventada, pues muchas veces el entrevistado responde lo primero que se le viene a la cabeza; y suele reflejar lo que es previamente transmitido por los medios de comunicación.

La invitación no es pues a abandonar las encuestas, pero si a repensar su alcance. Incluso haciendo caso omiso del nivel de pre-formación que pueda tener la televisión en las respuestas de los encuestados, y atendiendo exclusivamente a cuestiones metodológicas como el tipo de preguntas y la forma de recavar la información, los sondeos de opinión se encuentran lejos de constituir un termómetro de la democracia o del estado de ánimo de un país.

Revise con precaución la ficha técnica de las encuestas que solo son presentadas fragmentariamente en el noticiero, pregúntese cuántas veces lo han llamado a su casa o al trabajo en el marco de uno de estos ejercicios y después si, permítase hacer un juicio propio de la situación nacional.