Monday, September 08, 2008

El devenir de la violencia en las prácticas políticas


La violencia parece constituir la atmósfera en la que invariablemente transcurre la historia de los hombres. Su presencia se mantiene tanto en los espacios de la vida privada como en los de la vida pública, e igual en las interacciones políticas que en las familiares, laborales y aún en las deportivas, abarcando una gran diversidad de contextos, escenarios, tipos y significados, y adoptando cambios en su dinámica e intensidad a lo largo del tiempo.

No obstante su centralidad fáctica, la violencia ha sido expulsada fuera de los límites teóricos de la modernidad occidental, ya sea por su periferización en el estado de naturaleza hobbesiano, o por su definición como momento negativo de la cabalgata hegeliana del espíritu. La disociación de política y violencia es una característica común al grueso de las teorías ilustradas que ven en la guerra y los conflictos al interior de la política una especie de retorno a la premodernidad, a un estado de naturaleza e incivilización que debe ser superado por las luces de la razón. Esta política sin violencia tiene su raíz en el mito del progreso a partir del cual la modernidad es asumida como una era fundamentalmente pacífica y civilista en la que la violencia como forma de tratamiento de las contradicciones pierde asidero en el sistema social.1

No obstante su invisibilización en el plano teórico, lo cierto es que la violencia mantiene su presencia en la historia de la modernidad ocupando un lugar que se resiste a quedar en los márgenes de lo político. De ahí la necesidad de volver la vista sobre el fenómeno y a partir de ésta realizar un test a la política en occidente. En esta perspectiva han avanzado todos aquellos autores que han mantenido una posición crítica con el proyecto moderno y de forma concomitante, desarrollado una reflexión sustantiva acerca de la violencia. (Marx, Nietzsche, Sartre, Fanon, Clastres, Benjamin, Foucault, Agamben). Lejos de negar su papel central en los grandes cambios históricos, estos pensadores otorgan un tratamiento directo y expreso del tema, desentrañando el sentido y los mecanismos de su operación, y mostrando cómo ésta emerge tras cada uno de los conceptos fundamentales que constituyen la arquitectura conceptual del imaginario político moderno. Basta con ver cómo la génesis y conformación del Estado - Nación, la separación de poderes, el reconocimiento de los derechos fundamentales y sociales, y el derecho de autodeterminación de los pueblos, resultan impensables sin la Guerra de Treinta años, las Revoluciones Inglesa, Francesa y Americana, las convulsiones sociales del siglo XIX, las dos Guerras Mundiales y las luchas por la descolonización.

Ahora bien, la centralidad y aparente inevitabilidad de la violencia en la construcción de las sociedades no han de llevarnos a prescribir su carácter natural o deseable. Lejos estamos de sancionar su biologización o exclusividad como fuerza instrumental. Sin embargo, vale la pena detenerse en sus mecanismos de operación a fin de pensarla sustantivamente. En esta perspectiva, se requiere ofrecer elementos para una crítica de la violencia, entendiendo el término no en el sentido axiológico de crítica como impugnación, sino en el sentido filosófico de crítica como conocimiento. La razón no es otra que evitar caer en la ya común tendencia de la crítica como objeción o refutación que suele conducir a una lectura banal u ordinaria del concepto, y orientarnos más bien por los caminos del criticismo kantiano. Hacer una crítica de la violencia, en este sentido, no es más que esforzarse por conocer sus alcances y límites sin adoptar ninguna actitud valorativa. Antes de condenar o justificar la violencia, es necesario conocerla, analizar sus supuestos y posibilidades y tomar conciencia de su significado.

La crítica propuesta es solo una de múltiples miradas posibles al análisis del caso colombiano, sintomático, cuando no paradigmático del fenómeno que motiva el presente trabajo: la paradójica institucionalización disfunción. Colombia vive desde hace más de medio siglo una situación de violencia generalizada hasta el punto en que las formas violentas de relación, esto es, aquellas caracterizadas por el predominio intencionado de la fuerza para la consecución de fines, con producción de daños a las víctimas, han devenido predominantes. Tan solo entre 1996 y junio del 2006, más de 30.000 personas fueron muertas o desaparecidas por razones políticas.

Así las cosas, resulta imperativo discutir las diferentes concepciones de la violencia, las respuestas del Estado y de los ciudadanos y sus implicaciones para el sistemas de justicia y para la democracia del país. No puede ser otro el llamado en escenarios como el colombiano, donde la altísima frecuencia del recurso a la fuerza (estatal, paraestatal e insurgente) parece dar cuenta de la instalación y perpetuamiento de la violencia como una práctica social capaz de reorganizar las relaciones sociales hegemónicas mediante la construcción de una otredad negativa.

Violencia poltica en Colombia. La paradójica institucionalización de una disfunción


De manera general, los estudios sobre la violencia política contemporánea en Colombia puede clasificarse i. por su origen disciplinar en: históricos (Pecaut: 2006, Sánchez: 1991, Bushnell: 1999), sociológicos (Fals Borda, Umaña y Torres: 1963), politológicos (Echandia: 1997, Gutierrez, Wills y Sánchez: 2006, Bolívar: 2004) y económicos (Kalmanovitz 1994; Montenegro:1994, Fedesarrollo: 2002); ii. por las causas consideradas: estudios monocausales o multicausales (Comisión: 1988); iii. por las metodologías empleadas: estudios inductivos, deductivos, discursivos (Estrada, 2004), empíricos (Gonzalez, 1993), o iv. por la atención prestada a un actor específico: FARC (Matta: 1997, Observatorio: 2000, Medina: 2001), ELN (Medina: 1996, Observatorio: 2001) paramilitares (Guido: 2005, Duncan: 2007, ICG: 2005, Observatorio: 2002) narcotraficantes (Thoumi, 2002; Sánchez 1988; Sánchez y Peñaranda, 1991) o Estado colombiano (Oquist, 1978).

En medio de la abundante bibliografía, el trabajo de “La Violencia en Colombia”, publicado por primera vez en 1962, constituye uno de los aportes más importantes al análisis del tema. (Guzmán, Fals Borda, Umaña, 1980. Vol. I: 399). La recuperación de la obra de 1962 resulta fundamental tanto por la metodología utilizada como por su interés de configurar un marco explicativo general del fenómeno. Las extensas descripciones que hace de la violencia por regiones, según los actores involucrados, en sus relaciones con diferentes instituciones de la vida nacional, son una referencia obligada para todos los estudios posteriores. La explicación desarrollada en el estudio se nutre de la teoría estructural-funcional, la teoría del conflicto y la teoría de los valores, y llega a una conclusión paradójica según la cual, la violencia en Colombia se puede interpretar como “una impresionante acumulación de disfunciones en todas las instituciones fundamentales...” (Ibid p.401).

Estudios posteriores han sugerido la existencia de una cultura de la violencia enraizada en el tejido social de los colombianos. Tal es el caso del informe de la Comisión de estudios sobre la violencia que en 1988 identificó, además de la variable cultural, otra serie de causas de la violencia en el país dentro de las que incluía la falta de apertura democrática, la exclusión de las minorías, el desequilibrio regional y las condiciones objetivas de pobreza y desigualdad. En adición, la Comisión explicitó la existencia de diferentes formas de violencia con lo cual, la violencia política aparecía en medio de otras modalidades como la violencia urbana, la violencia organizada, la violencia contra minorías étnicas, la violencia transmitida a través de los medios de comunicación y la violencia en la familia. El estudio se inscribe así en una perspectiva primordialmente sociológica a la luz de la cual las causas de la violencia se encuentran en primer lugar en la familia, las relaciones entre vecinos, la pérdida de valores, las situaciones de riesgo, la pobreza y la desigualdad y la falta de identidad. Más allá de la difícil comprobabilidad de la tesis de la cultura de la violencia, el trabajo en cuestión ignora el papel del Estado y las instituciones como causas objetivas de la violencia política.

Un paso en este sentido es adelantado por varios trabajos de carácter politológico que, en sus explicaciones sobre las causas de la violencia contemporánea en Colombia, ponen el énfasis en la influencia de las relaciones políticas, la construcción del Estado nacional y la composición del sistema político. Así por ejemplo, Ingrid Bolívar (2004) analiza cómo la violencia se relaciona con dinámicas políticas más amplias como la construcción de la nación, en un trabajo en el que da cuenta de nuevas formas de clasificación social y de la creación de estereotipos regionales que reflejan la pertenencia nacional en tanto forma de afiliación y vinculación. La autora resalta la importancia de dar prioridad a elaboraciones conceptuales que partan de nuestra propia experiencia social y plantea que por la vía de la violencia política, en Colombia se redefine una geografía nacional, se involucran nuevos espacios y grupos sociales al mapa de la nación, se transforman las condiciones de la competencia política y se nacionalizan distintos conflictos regionales. Bolívar también propone una tipología que relaciona la violencia y las modalidades de integración territorial y social, en la que se distinguen cuatro tipos de sociedades regionales que configuran el mapa de la nación. En una perspectiva similar se encuentra el análisis de Francisco Leal (1989) quien ve en las dificultades del régimen político la causa de la violencia, y teorías como la del derrumbe del Estado de Oquist (1978) o la de las dificultades en la institucionalidad encargada de la justicia de Armando Montenegro y Carlos Esteban Posada (1994).

Por su parte, las investigaciones provenientes de la economía consideran que los individuos actúan racionalmente en respuesta a los costos y beneficios del crimen. En este orden de ideas, su acento se ubicará no tanto en examinar las causas de la violencia como el efecto de la misma sobre el crecimiento económico y el bienestar, o lo que es lo mismo, la rentabilidad de la guerra y de la paz. Se destacan en esta perspectiva los trabajos de Salomón Kalmanovitz (1988; 1994), Mauricio Cárdenas (1993); Libardo Sarmiento (1991), y Fedesarrollo (2002), entre otros.

No obstante el nutrido estado de la discusión, esgrimir posibles explicaciones acerca del contexto de producción y perpetuamiento de la violencia política en Colombia e identificar algunas de las variables que inciden en su presencia y mantenimiento continua siendo fundamental. Inquirir las razones por las cuales en Colombia el uso de la violencia se ha tornado normal y en cierto modo aceptado por buena parte de la sociedad hasta el punto de constituir una práctica extendida dentro de la política, nos lleva a explorar como hipótesis explicativa la existencia de una paradójica relación de funcionalidad de la violencia dentro del sistema político colombiano. En un nivel de mayor generalidad, esta vía nos conduce a relacionar el tema de la violencia con la problemática del cambio social y, en particular, con la construcción de la sociedades modernas, con lo cual surgen cuestiones referidas al significado de la violencia en el advenimiento de éstas, y al papel que juega en la configuración y reproducción de las prácticas políticas tanto de la sociedad civil como del Estado. Es probable que tal entendimiento de la política en clave clausewitiana ayude en la comprensión, o al menos abra un nuevo sendero de indagaciones acerca de la aparente insuperabilidad de la violencia en el país.

La importancia de analizar la violencia política en Colombia viene dada no tanto por la originalidad del tema, pues impresiona la cantidad de estudios existentes al respecto, como por la gran complejidad del asunto en cuestión. Esto hace que si bien existen numerosos abordajes, de las más diversas índoles y metodologías, el hacer una nueva lectura del fenómeno nunca esté de más, máxime atendiendo a las múltiples dificultades que genera el estar analizando un evento que se desarrolla al mismo tiempo en que escribe el investigador. Una segunda razón, la primera, en orden de importancia, es el imperativo crítico del científico social, a saber, la necesidad de interpretar la realidad con el ánimo no sólo de entender su rumbo actual, sino en lo fundamental, para encontrar posibles transformaciones. Si bien el interés inmediato del estudio no es aportar soluciones para el fin de la violencia y el conflicto en Colombia, esperamos de forma indirecta, ofrecer un horizonte de comprensión adicional en el entendido de que siempre es posible descubrir nuevos aspectos de la violencia en el país.

Monday, June 09, 2008

Serie Filosofia y Violencia. Socialismo Utopico


Reformismo sin violencia: el socialismo utópico

Las Revoluciones Francesa y Americana trajeron consigo un cambio sustancial en la mentalidad del hombre europeo, quien desde entonces tomó conciencia de la importancia de las grandes transformaciones sociales. El reformismo social con fines igualitarios devino así imperativo en una época convulsionada que anhelaba encontrar un nuevo equilibrio institucional y político. En este contexto, el socialismo utópico, en sus diversas corrientes, constituyó un movimiento de crítica de la injusticia del orden existente que buscaba subvertir el histórico sometimiento de la mayoría trabajadora por parte de una minoría parasitaria a partir de una “teoría política y económica que combinaba el conocimiento de la realidad con la pragmática de su transformación”1 No obstante las diferencias evidentes entre autores como Saint Simon, Fourier y Owen, es posible identificar un conjunto de rasgos comunes a sus teorías. En primer lugar, la presencia de una base humanista que rescataba valores como el individualismo, la igualdad y la libertad y que componía el sustrato mismo de la fe en el progreso social. Por otro lado, la creencia en el poder persuasivo de las ideas y su capacidad para agenciar cambios sociales radicales en un proceso gradual y pacífico. Tercero, la formulación de modelos sociales ideales en cuyo seno se superaría toda forma de injusticia y dominación: la sociedad de los industriales (Saint Simon), las falanges (Fourier), las cooperativas (Owen).

Si bien la denominación de socialismo utópico corresponde a una diferenciación posterior operada por Marx que buscaba distinguirlo del socialismo científico, parece existir un punto real de coincidencia con tal sustantivo, relacionado con la aparente irrealizabilidad de sus propuestas. Así, en el Manifiesto Comunista, Marx reconoce la inmadurez del proletariado en tiempos del socialismo utópico y la consecuente ausencia de las condiciones materiales para su emancipación:

Cierto es que los autores de estos sistemas penetran ya en los antagonismos de las clases y en la acción de los elementos disolventes que germinan en el seno de la propiedad gobernante. Pero no aciertan todavía en ver en el proletariado una acción histórica independiente, un movimiento político propio y particular.

Y, como el antagonismo de clases se desarrolla siempre a la par con la industria, se encuentran con que les faltan las condiciones materiales para la emancipación del proletariado y quieren crearlas mediante una ciencia social y a fuerza de leyes sociales.
Estos autores pretenden suplantar la acción social por su acción personal especulativa, las condiciones históricas de la emancipación por condiciones quiméricas, la gradual organización del proletariado como clase por una organización de la sociedad inventada a su antojo (…) Por eso rechazan todo lo que sea acción política, y muy principalmente, la acción revolucionaria; quieren realizar sus aspiraciones por la vía pacífica, e intentan a abrir paso al nuevo evangelio social, predicando con el ejemplo, por medio de pequeños experimentos que, naturalmente, les fallan siempre.2

El carácter quimérico de los planteos utopistas parece provenir no tanto de la implausibilidad de sus objetivos como de la inoperatividad de los medios empleados y lo prematuro del momento histórico. Las tres grandes utopías confiaban en la posibilidad de crear dentro de la sociedad existente pequeñas unidades celulares que se multiplicarían paulatinamente y terminarían modificando al organismo social sin necesidad de apelar a la violencia y la autoridad. La idea de que el cambio en estas sociedades provendría de sus propias estructuras de una forma armoniosa y consensuada y no por la destrucción exterior y global de la estructura presente es la principal crítica esgrimida por aquellos que, como Marx, ven en el socialismo primitivo un optimismo excesivo en el asentimiento de las voluntades.

Ya en El Dieciocho Brumario, Marx acusa a algunos sectores de la clase obrera de “entregarse a experimentos doctrinarios, bancos de trueque y asociaciones obreras” y desalienta a la participación en un movimiento “que renuncia a subvertir el antiguo mundo con sus propios y poderosos medios totales [y] antes bien, trata de lograr su redención a espaldas de la sociedad, de modo privado dentro de su limitadas condiciones de existencia, y que tendrá que fracasar necesariamente”.3 Más adelante Engels ratificará el paso de un socialismo utópico a uno científico mostrando las dificultades del primero para explicar y comprender las leyes objetivas del desarrollo histórico y sus soluciones al no tener real cuenta de las relaciones de dominación.4 Desde esta perspectiva, si bien los utópicos juegan un papel importante en la denuncia de las desigualdades de la época, no logran un total desenmascaramiento de la sociedad capitalista al no percibir las contradicciones entre capital y trabajo en su real dimensión. Del mismo modo, tras la negación del papel de la violencia revolucionaria de las masas desposeídas (quizás por experimentar con desagrado la dictadura jacobina en Francia), el socialismo utópico quedó preso de las relaciones de dominación existentes.

Serie Filosofia y Violencia. Marx (Parte I)


Violencia y Revolución en Marx

Marx identifica cuatro momentos o manifestaciones de la violencia en la sociedad capitalista, todos inscritos en la dialéctica opresión- liberación. La violencia opresora tendría como expresión inicial el proceso de alienación económica que supone la separación, por la fuerza, entre los trabajadores y los medios de producción. Esta a su vez requeriría un segundo tipo de violencia, la del aparato jurídico-político (Estado), que tiene como funciones fundamentales el control por vía coactiva de los posibles desbordes de las clases subordinadas, o la represión violenta si se hacen efectivos. Por su parte, la violencia liberadora o revolucionaria opera como el medio mediante el cual las clases subordinadas, pueden revertir la situación de despojo económico y dominación ideológica en dos sentidos: desplazando del control del Estado a la clase dominante y, una vez conquistado el poder, dando inicio a la recuperación de sus condiciones de producción. Finalmente, toda forma de violencia llegaría a su fin una vez que los vestigios de las formas de dominación económica del viejo orden burgués sean erradicados totalmente; es decir, cuando se instaure la sociedad comunista. El conjunto de estos aspectos resume el planteamiento de Marx sobre la violencia, veamos cada uno con mayor detenimiento.
La alienación económica puede identificarse con lo que las discusiones sociológicas contemporáneas denominan violencia estructural.1 Se trata de un tipo de violencia que hunde sus raíces en la estructura económica de la sociedad y que consiste en la disociación entre los productores y los medios de producción. Este despojo se inscribe en un proceso histórico de más largo aliento: la acumulación originaria de capital2, el cual comienza con la separación violenta del trabajador con respecto a la tierra, sus productos y el capital, y constituye un paso obligado para el surgimiento de mano de obra libre, ie., dispuesta a venderse a cambio del salario ofrecido por los empleadores capitalistas. La violencia juega así un papel importante al afectar a bienes y personas a partir del cambio en relaciones de propiedad. Ahora bien, esta violencia estructural no se agota en el mero proceso de emergencia del régimen capitalista, antes bien, se mantiene y perpetúa como condición sine qua non de la existencia del capital.
No basta con que las condiciones de trabajo cristalicen en uno de los polos como capital y en el polo contrario como hombres que no tienen nada que vender más que su fuerza de trabajo. Ni basta tampoco con obligar a estos a venderse voluntariamente. En el transcurso de la producción capitalista, se va formando una clase obrera que, a fuerza de educación, de tradición, de costumbre, se somete a las exigencias de este régimen de producción como a las más lógicas leyes naturales. La organización del proceso capitalista de producción ya desarrollado vence todas las resistencias; la existencia constante de una superpoblación relativa mantiene la ley de la oferta y la demanda de trabajo a tono con las necesidades de explotación del capital, y la presión sorda de las condiciones económicas sella el poder de mando del capitalista sobre el obrero. Todavía se emplea, de vez en cuando, la violencia directa, extraeconómica; pero solo en casos excepcionales”.3
El Estado capitalista cumple un rol central dentro del proceso de escisión mencionado a partir de la utilización de mecanismos de coerción como la policía y los tribunales. Una vez operada la separación medios de producción- fuerzas productivas, tales mecanismos cumplen la función de vigilar el orden establecido, y asumen un papel abiertamente represivo frente a las clases subalternas que pretendan perturbarlo. En este sentido, el Estado deviene un instrumento de dominación de la clase burguesa sobre las demás, una “máquina para mantener el dominio de una clase sobre otra” como “la forma bajo la que los individuos de una clase dominante hacen valer sus intereses comunes y en la que se condensa toda la sociedad civil de una época”4. Del Estado emerge así una violencia política, que se ejerce sobre todos aquellos que turban el orden establecido.
Frente a la violencia estatal, el proletariado no tiene más remedio que responder con una dosis igual o superior de violencia. Se trata de una violencia revolucionaria, cuyo sentido último estriba en trastocar radicalmente el orden burgués establecido, reemplazándolo por un orden distinto:
El proletariado se ve obligado a organizarse como clase para luchar contra la burguesía; la revolución le convierte en clase dominante, destruya por la fuerza las relaciones vigentes de producción, con estas hará desaparecer las condiciones que determinan el antagonismo de clases, las clases mismas, y, por tanto su propia dominación como clase.5
Si el Estado es el aparato de dominio de la burguesía, resulta imperativo enfrentarlo, y para ello, es necesario contar con una organización (el partido comunista) capaz de orientar la lucha proletaria contra el Estado burgués. Así pues, a la violencia organizada de la clase dominante, el proletariado tiene que oponer la violencia organizada de su clase, la cual atraviesa por dos fases: una primera, en la que la organización proletaria desarticula los organismos represivos del Estado (ejército, policía, tribunales) en una especie de guerra civil; y una segunda, en la que el proletariado utiliza el aparato estatal para desaparecer los cimientos del orden burgués (en la economía, la sociedad y la política) y crear las condiciones para la configuración de una sociedad sin Estado y sin clases.
Entre el fin de la sociedad capitalista y el comienzo de la sociedad comunista tiene lugar una situación intermedia conocida como la dictadura revolucionaria del proletariado. Tal estadio contempla un ejercicio de violencia política cuyo objetivo preciso es erradicar los vestigios del antiguo régimen. La violencia en este punto tiene un carácter estrictamente transitorio por lo que habrá de desaparecer una vez que su objetivo haya sido cumplido. Llegado este momento desaparecerán todas las formas de violencia existentes: la violencia política, pues no existirán las clases; la violencia económica, pues habrá desaparecido la alienación económica cuando los trabajadores recuperen los medios de producción.
Marx identifica cuatro momentos o manifestaciones de la violencia en la sociedad capitalista, todos inscritos en la dialéctica opresión- liberación. La violencia opresora tendría como expresión inicial el proceso de alienación económica que supone la separación, por la fuerza, entre los trabajadores y los medios de producción. Esta a su vez requeriría un segundo tipo de violencia, la del aparato jurídico-político (Estado), que tiene como funciones fundamentales el control por vía coactiva de los posibles desbordes de las clases subordinadas, o la represión violenta si se hacen efectivos. Por su parte, la violencia liberadora o revolucionaria opera como el medio mediante el cual las clases subordinadas, pueden revertir la situación de despojo económico y dominación ideológica en dos sentidos: desplazando del control del Estado a la clase dominante y, una vez conquistado el poder, dando inicio a la recuperación de sus condiciones de producción. Finalmente, toda forma de violencia llegaría a su fin una vez que los vestigios de las formas de dominación económica del viejo orden burgués sean erradicados totalmente; es decir, cuando se instaure la sociedad comunista. El conjunto de estos aspectos resume el planteamiento de Marx sobre la violencia, veamos cada uno con mayor detenimiento.
La alienación económica puede identificarse con lo que las discusiones sociológicas contemporáneas denominan violencia estructural.1 Se trata de un tipo de violencia que hunde sus raíces en la estructura económica de la sociedad y que consiste en la disociación entre los productores y los medios de producción. Este despojo se inscribe en un proceso histórico de más largo aliento: la acumulación originaria de capital2, el cual comienza con la separación violenta del trabajador con respecto a la tierra, sus productos y el capital, y constituye un paso obligado para el surgimiento de mano de obra libre, ie., dispuesta a venderse a cambio del salario ofrecido por los empleadores capitalistas. La violencia juega así un papel importante al afectar a bienes y personas a partir del cambio en relaciones de propiedad. Ahora bien, esta violencia estructural no se agota en el mero proceso de emergencia del régimen capitalista, antes bien, se mantiene y perpetúa como condición sine qua non de la existencia del capital.
No basta con que las condiciones de trabajo cristalicen en uno de los polos como capital y en el polo contrario como hombres que no tienen nada que vender más que su fuerza de trabajo. Ni basta tampoco con obligar a estos a venderse voluntariamente. En el transcurso de la producción capitalista, se va formando una clase obrera que, a fuerza de educación, de tradición, de costumbre, se somete a las exigencias de este régimen de producción como a las más lógicas leyes naturales. La organización del proceso capitalista de producción ya desarrollado vence todas las resistencias; la existencia constante de una superpoblación relativa mantiene la ley de la oferta y la demanda de trabajo a tono con las necesidades de explotación del capital, y la presión sorda de las condiciones económicas sella el poder de mando del capitalista sobre el obrero. Todavía se emplea, de vez en cuando, la violencia directa, extraeconómica; pero solo en casos excepcionales”.3
El Estado capitalista cumple un rol central dentro del proceso de escisión mencionado a partir de la utilización de mecanismos de coerción como la policía y los tribunales. Una vez operada la separación medios de producción- fuerzas productivas, tales mecanismos cumplen la función de vigilar el orden establecido, y asumen un papel abiertamente represivo frente a las clases subalternas que pretendan perturbarlo. En este sentido, el Estado deviene un instrumento de dominación de la clase burguesa sobre las demás, una “máquina para mantener el dominio de una clase sobre otra” como “la forma bajo la que los individuos de una clase dominante hacen valer sus intereses comunes y en la que se condensa toda la sociedad civil de una época”4. Del Estado emerge así una violencia política, que se ejerce sobre todos aquellos que turban el orden establecido.
Frente a la violencia estatal, el proletariado no tiene más remedio que responder con una dosis igual o superior de violencia. Se trata de una violencia revolucionaria, cuyo sentido último estriba en trastocar radicalmente el orden burgués establecido, reemplazándolo por un orden distinto:
El proletariado se ve obligado a organizarse como clase para luchar contra la burguesía; la revolución le convierte en clase dominante, destruya por la fuerza las relaciones vigentes de producción, con estas hará desaparecer las condiciones que determinan el antagonismo de clases, las clases mismas, y, por tanto su propia dominación como clase.5
Si el Estado es el aparato de dominio de la burguesía, resulta imperativo enfrentarlo, y para ello, es necesario contar con una organización (el partido comunista) capaz de orientar la lucha proletaria contra el Estado burgués. Así pues, a la violencia organizada de la clase dominante, el proletariado tiene que oponer la violencia organizada de su clase, la cual atraviesa por dos fases: una primera, en la que la organización proletaria desarticula los organismos represivos del Estado (ejército, policía, tribunales) en una especie de guerra civil; y una segunda, en la que el proletariado utiliza el aparato estatal para desaparecer los cimientos del orden burgués (en la economía, la sociedad y la política) y crear las condiciones para la configuración de una sociedad sin Estado y sin clases.
Entre el fin de la sociedad capitalista y el comienzo de la sociedad comunista tiene lugar una situación intermedia conocida como la dictadura revolucionaria del proletariado. Tal estadio contempla un ejercicio de violencia política cuyo objetivo preciso es erradicar los vestigios del antiguo régimen. La violencia en este punto tiene un carácter estrictamente transitorio por lo que habrá de desaparecer una vez que su objetivo haya sido cumplido. Llegado este momento desaparecerán todas las formas de violencia existentes: la violencia política, pues no existirán las clases; la violencia económica, pues habrá desaparecido la alienación económica cuando los trabajadores recuperen los medios de producción.

Serie Filosofia y Violencia. Marx (Parte II)


Es Marx un apologeta de la violencia?

Hasta este punto parece hacer carrera la idea según la cual Marx ha de pasar a los anales de la historia de las ideas como una suerte de apologeta de la violencia. A este respecto vale la pena hacer un matiz dados los peligros a los que tan liviana conclusión suele conducir. Dentro de la exégesis de Marx pueden encontrarse dos posiciones encontradas sobre el particular: una primera según la cual “Marx tuvo la originalidad de poner a la violencia en el corazón del proceso revolucionario viendo en ella el instrumento exclusivo de la transformación”1; y un segundo planteo a la luz del cual la violencia juega un papel secundario en el esquema conceptual del autor. Veamos a continuación los argumentos esgrimidos por cada polo.

Para autores como Massuh, el paso de un socialismo utópico a uno científico supuso el tránsito “de un socialismo apostólico, cristiano y humanista hacia un socialismo aguerrido, agresivo y totalizador. Es el tránsito de una doctrina pacifista y gradualista a otra de evidente contenido violento y apocalíptico”2 Se observa pues cómo el núcleo que marca el camino entre un socialismo y otro es el papel asignado a la violencia. En este sentido, el autor recupera apartes de la obra de Marx en los que critica duramente el sentimentalismo burgués y cristiano de movimientos socialistas (no marxistas) tales como la Liga de los Justos3, asignando como punto de giro al verdadero comunismo la creación de la Liga de los Comunistas. Según Massuh, “el tránsito de una Liga a la otra está regido por la necesidad de educar al socialismo en el espíritu de la lucha violenta y encarnizada. Nada de conciliación ni de prédicas persuasivas, nada de alianzas entre las clases. La violencia desencadenada debía transformarse en la estrategia de la lucha revolucionaria. El proletariado tendría que dirigir contra el opresor la misma violencia que durante siglos había soportado sobre sus espaldas y prepararse para una guerra sangrienta o nada.”4 Desde esta lente, se nos presenta un Marx convencido de la necesidad de la violencia como condición del cambio revolucionario, que advierte la magnitud del cambio social ya no desde las partes sino de la sociedad en su totalidad. La revolución proletaria suprime todo el contexto, elimina para siempre toda forma de opresión, procura liberar al mismo tiempo y para siempre a la sociedad entera de la explotación, de la opresión y de la lucha de clases:

Los comunistas no tienen por qué disimular sus ideas e intenciones. Abiertamente declaran que sus objetivos sólo pueden alcanzarse derrocando por la violencia todo orden social existente. ¡Tiemblen las clases gobernantes ante la perspectiva de una revolución comunista! Los proletarios, con ella no tienen nada que perder que no sean sus cadenas. Tienen en cambio, un mundo entero por ganar5.

El recurso a la violencia es inminente y necesario para la redención del hombre y su liberación definitiva. La violencia “no sólo viene a ser el instrumento de una destrucción completa sino de una creación completa también. La violencia de Marx es apocalíptica porque arrasa un mundo viejo y barre con él, es redentora porque libera al hombre de sus alienaciones y lo rehumaniza, y es creadora puesto que engendra un orden nuevo”.6 “Lucha o muerte; guerra sangrienta o nada. Así está la cuestión impecablemente planteada”7.

No obstante lo dicho hasta aquí, el estigma de apologeta de la violencia puede matizarse en Marx si se tiene en cuenta que su consideración de la misma tiene apenas un carácter instrumental. En este sentido, vale aclarar que no es la violencia per- se el núcleo de su pensamiento, sino la liberación de los trabajadores de su condición de explotación. Hannah Arendt ha argumentado con mucha fuerza el papel secundario que la violencia juega en el esquema conceptual de Marx. Según ella, “Si se voltea (en Marx) el concepto ‘idealista’ de pensamiento se llega al concepto ‘materialista’ de trabajo; nunca se llega a la noción de violencia.”8

En este orden de ideas, el esfuerzo teórico de Marx está en caracterizar la relación social capitalista como una relación de explotación que no está compuesta únicamente por la violencia y por lo tanto, no es idéntica a ella. Con esto, el concepto central en la construcción teórica de Marx es el de explotación y no el de violencia. Este último fenómeno adquiere sentido solo en torno a procesos que tienen, fundamentalmente, una significación económica, como es el caso de la acumulación originaria del capital. Sin embargo, Marx tiene la lucidez de destacar que la relación social capitalista supone el desarrollo de unas clases sociales cuyo conflicto se expresa también por fuera de la esfera económica de la sociedad, en el campo de la dominación política.

Por otro lado, si bien para Marx la violencia es también una forma que puede asumir el conflicto político de las clases sociales, no es la única. La lucha política de clases no descansa en la lucha violenta como tal, sino en el dominio del Estado por las clases sociales. De forma similar a como acontece con la consolidación de la relación social en el campo de la producción, el conflicto político y la lucha por y desde el Estado, no se pueden concebir exclusivamente como fundados en la violencia. Esta aparece fundamentalmente en los momentos de transición de las formas de dominación, en los períodos revolucionarios, o cuando estas se encuentran cuestionadas en aspectos centrales de su ordenamiento. La violencia es una opción de la acción política concentrada sobre el poder del Estado; depende entonces de la situación de poder o de dominio y no exclusivamente del ejercicio de la violencia.

A manera de conclusión

Hemos visto a lo largo del presente ensayo cómo hay en Marx un reconocimiento explícito del papel jugado por la violencia en la historia. Sin embargo, esta apreciación no desemboca en una valoración positiva de la misma aun cuando tienda a justificarse en la medida en que provenga de sectores de clase dominados y por lo tanto se halle enmarcada en procesos de liberación. Dicho esto, podemos esgrimir como conclusiones las siguientes:

El aporte de Marx radica en desmitificar la violencia y asignarle un papel en la historia reconociéndola como un componente determinante, más no exclusivo, de la estructuración de la sociedad y, particularmente, del cambio social. La violencia está presente en la transición entre modos de producción, en la tensión entre fuerzas productivas y relaciones de producción y en el surgimiento y consolidación del capitalismo, como mecanismo catalizador del reordenamiento de las viejas y nuevas relaciones sociales.
En segundo lugar, la violencia tiene en Marx una dimensión estrictamente instrumental y no axiológica para el proletariado. No es pues una condición necesaria e inminente del devenir histórico, solo un medio particular a ser empleado con miras a la resocialización de las condiciones de producción. Sin una dosis de violencia, a las clases subordinadas les sería imposible desencadenar y llevar a feliz término el proceso de emancipación definitiva de la humanidad; es por ese fin que se legitima y justifica la violencia revolucionaria organizada. El fin pues, es la liberación y no, la violencia misma.
En tercer lugar, el planteamiento marxista hace énfasis en la violencia como algo externo a los individuos. Sea como coerción-represión estatal, enajenación económica o lucha revolucionaria, la violencia es algo que se ejerce desde fuera sobre los individuos que la padecen, y algo que éstos ejercen sobre quienes iniciaron el ciclo de violencia para defenderse y revertir la situación. Se trata, entonces, de una externalidad a los individuos; de algo que viene de fuera y que hay que combatir hacia afuera. Y lo que haya de violencia en el interior de la persona humana, al igual que otros componentes de su personalidad, tiene un origen exógeno. Esta aclaración vale para quienes ven en Marx un supuesto retorno al hobbesianismo y a una noción antropológica pesimista.
Finalmente, merece destacarse el optimismo marxista acerca del fin de la violencia. Este optimismo tiene su razón de ser, primero, en el historicismo de Marx y, segundo, en su visión de la violencia como un fenómeno eminentemente social. En el esquema de Marx, la historicidad no sólo hace transitorios los diversos fenómenos humanos, sino que también los inscribe en un proceso de humanización de largo aliento que condena a su desaparición a todo aquello que empaña la vida humana en el presente.