Wednesday, August 01, 2007

CARIBE BOGOTANO


Por Gina Paola Rodríguez

Macondo era una aldea de veinte casas de barro y cañabrava construida a la orilla de un río de aguas diáfanas que se precipitaban por un lecho de piedras pulidas, blancas y enormes como huevos prehistóricos. José Arcadio Buendía […] había dispuesto de tal modo la posición de las casas, que desde todas podía llegarse al río y abastecerse de agua con igual esfuerzo, y trazó las calles con tan buen sentido que ninguna casa recibía más sol que otra a la hora del calor. En pocos años, Macondo fue una aldea más ordenada y laboriosa que cualquiera de las conocidas hasta entonces por sus trescientos habitantes. Era en verdad una aldea feliz, donde nadie era mayor de treinta años y donde nadie había muerto.”

Gabriel García Márquez.
Cien Años de Soledad.
Tras la publicación de la obra garciamarquiana, la idea de que Macondo es la versión miniatura de la nación colombiana ha hecho carrera. Esta no es en absoluto una concepción descabellada, al menos para aquellos a quienes nos invade el imaginario de una Colombia en la que lo maravilloso convive con lo cotidiano. Un país de sensuales mujeres donde las playas bañadas de un mar azul hacen juego con montañas de picos nevados que se elevan majestuosas entre un paisaje de verdes colores y climas de ensueño. La misma imagen que mantenía en mi mente y que añoraba ver de nuevo durante los días fríos de Buenos Aires. Qué ingrata actitud aquella que nos avoca a descubrir la grandeza de lo propio solo cuando lo sabemos ausente. Cuánto logra descubrirse en el extranjero acerca de esa comunidad imaginada que llamamos Colombia y cuán plácido resulta reencontrarse con aquella fantasía después de hallarse lejos.

El reencuentro con mi “Caribe bogotano”, expresión que puede resultar paradójica e incluso insultante para los nativos del verdadero Caribe, ha estado marcado por las más variadas situaciones. Me he dado cita con las calles destapadas y el tráfico infernal de mi ciudad, con el cielo gris y los chubascos “espantabobos” en horas de la tarde. Con la ineficiencia de las obras públicas y el silencio forzado de los vecinos afectados que optaron por callar ante las amenazas de los paramilitares dueños de la concesión. No obstante, permanece el afecto irrenunciable hacia esa ciudad resguardada por las montañas en las que es posible encontrar pedacitos de ese gran collage que llamamos Colombia. Y a la vez, se descubre un cándido amor hacia todo aquello que otrora me resultara desagradable: pasear por transmilenio aún a sabiendas de su origen elitista, corrupto y excluyente, recorrer las calles llenas de ventas ambulantes, música estridente y payasos con megáfono invitando a la compra. Cómo se despiertan los sentidos desde antes del aterrizaje, viendo las montañas tricolor y las vaquitas pastando, oliendo el café valdez del aeropuerto, escuchando de nuevo el acento nativo que tanto seduce en otras latitudes. Qué ganas de indagar en los rostros de los coetáneos, de refugiarse en sus miradas, de sentirse parte de ese cuerpo amorfo, disfuncional y contradictorio que llamamos patria. …

Nada ha cambiado aquí. A diferencia de Macondo, la gente en Colombia muere a diario. Apenas ayer se conoció la noticia de la absurda masacre de 11 diputados del departamento del Valle secuestrados por las FARC hace más de cinco años. Mientras tanto, nuestro caudillo de turno continúa en sus actividades apátridas a la vez que se desgarra las vestiduras por el lamentable asesinato. Los detalles finales para la firma del TLC con Estados Unidos están por ser aprobados por nuestro célebre Congreso de la Republica ante la vista inerme de la ciudadanía. La pobreza en las calles se observa cada vez con más fuerza, hasta el punto de incorporarse en el paisaje urbano. De dónde proviene tal afecto hacia un país que pareciera desgarrarse a diario? Este amor floreciente no es tanto el producto de 26 años de convivencia ininterrumpida, como el resultado de tres meses de agónica ausencia. Una paradójica condición para quien hace poco renegaba de los sentimientos nacionalistas por considerarlos una fútil veleidad burguesa con fines de dominación, pero que encuentra su asidero no en el obrar de una clase política históricamente parasitaria, ni en la barbarie de unos grupos armados desideologizados y caníbales; sino en el sabor a guayaba, aguardiente y lulo, en el quiebre de cadera de los nativos, en el tumbao y la malicia indígena que nos caracterizan… en esa Colombia macondiana, alegre y festiva que es en últimas aquella que inventamos cuando estamos aquí y que anhelamos cuando nos vemos fuera….

Espero volver a con esa imagen y no perderla nunca de vista, e iniciar un romance similar con Buenos Aires. A esos buenos deseos espero dedicar una segunda entrega…