Gina Paola Rodriguez.
La lucha contra la corrupción y la politiquería, la eficiencia en la gestión y una rehabilitación securitizada de la democracia fueron algunos de los parangones de la primera campaña presidencial de Uribe. Tales promesas supusieron para muchos la superación de las patologías de la cultura política tradicional y el inicio de una nueva era en la política colombiana: la del uribismo como fuerza contundente y organizada en oposición a los partidos tradicionales, la de la mano fuerte contra el narcoterrorismo frente a las concesiones irrestrictas de los gobiernos anteriores, y la del Estado comunitario frente al ya agonizante Estado social de derecho.
Cuatro años después y en los inicios de su segundo periodo presidencial, conviene hacer una evaluación de estos “cambios” a fin de determinar hasta qué punto Uribe inauguró una nueva forma de hacer política en el país, libre de las antiguas costumbres clientelares y corruptas, o si más bien, lo característico de su gestión es la exacerbación, perfeccionamiento y legitimación de dichas prácticas al interior de nuestro sistema político.
El siguiente apartado tratará de realizar un balance de la cultura política auspiciada por Uribe en los últimos cuatro años a partir de la consideración de tres alianzas o relaciones estratégicas. En primer lugar, la alianza con narcoparamilitarismo. En segunda instancia, la relación con el legislativo y finalmente, el lazo directo y que se pretende establecer con la sociedad civil a partir de la figura del Estado Comunitario.
La alianza narco- paramilitar
En Colombia, el narcotráfico ha logrado insertarse de forma relativamente exitosa en las esferas política y económica. En el primer caso, gracias a la formación de redes de apoyo social, militar y político que le han permitido funcionalizar las estructuras jurídico- políticas de acuerdo a sus necesidades; y en el segundo, gracias a una especial adaptación de las políticas de crecimiento orientado a la exportación, que hacen del narcotráfico una empresa perfilada a la demanda y la internacionalización, con una división del trabajo muy estricta entre diferentes localizaciones, capaz de ajustarse a las dinámicas de la economía global.
La infiltración de la mafia y los grupos armados ilegales en la política no es un fenómeno reciente en nuestro país. Asi por ejemplo, desde los años 80 es conocida la influencia del narcotráfico en las decisiones políticas tanto por la vía de la corrupción de los funcionarios del estado y la financiación de campañas, como por el uso de la amenaza y la violencia efectiva como métodos de presión.. No obstante lo anterior, el escenario actual recubre una serie de características particulares. En primer lugar, el rol de las mafias en la política deja de ser el de una “influencia tras escena” para adquirir un papel protagónico y a todas luces identificable en el panorama nacional. La presencia mafiosa se hace visible en el Congreso y demás ramas del poder público siendo posible señalar con nombre propio los escaños ocupados por la otrora mano invisible.
La presencia paramilitar en el Congreso fue reconocida por el propio Uribe en marzo de 2006 cuando, en vísperas de las elecciones legislativas, expulsó de sus listas a más de doce candidatos por considerar que tenían actuaciones políticas y electorales fraudulentas (cuyas explicaciones no resultaron convincentes), y que además habían sostenido reuniones con reconocidos capos del paramilitarismo. No contento con esto, y en un afán moralizante, Uribe prohibió que se les acogiese en algún partido de la coalición obligando al replanteamiento de sus campañas. Sin embargo, cuatro meses después, en vista de un eventual fracaso en la configuración la mayoría uribista en el nuevo Congreso, Uribe decidió reintegrar a los congresistas expulsados para garantizar la aprobación de su paquete legislativo. A cambio, los congresistas purgados del uribismo tendrán su parte en la torta burocrática y, más importante aún, estarán en posibilidad limpiar su nombre.[1]
Por otro lado, los grandes capos aparecen ahora como voceros de grupos políticos y sectores sociales que demandan la atención y consideración en de la prensa nacional y la opinión pública, dotados de un discurso político e ideológico propio e incluso de una particular sensibilidad social. En este mismo sentido, los proyectos e intereses de las mafias empiezan a circular como parte de la agenda política del país. El interés mafioso deviene interés nacional y por esta vía, logra no solo ocupar el centro del debate, sino también cooptar los recursos políticos, burocráticos y presupuestales de la nación para sus propios fines.
La asimilación y convalidación del paramilitarismo
Señal de lo anteriormente anunciado es la actual negociación del Gobierno Nacional con los paramilitares, la cual revela todo un proceso de asimilación y convalidación de las redes mafiosas en tres perspectivas: una convalidación legal a través de la Ley de Justicia y Paz, una convalidación económica reflejada en la contrarreforma agraria y en la inmersión del dinero ilegal del narcotráfico en los sectores productivos, y una convalidación política evidenciada en la expansión de su esfera de influencia en los órganos de decisión. Tal asimilación ha permitido la inserción de estos grupos ilegales en el marco político-constitucional y el reciclaje y capitalización de su poder militar en poder político.
Sin verdad, sin justicia y sin reparación
Cuatro años después y en los inicios de su segundo periodo presidencial, conviene hacer una evaluación de estos “cambios” a fin de determinar hasta qué punto Uribe inauguró una nueva forma de hacer política en el país, libre de las antiguas costumbres clientelares y corruptas, o si más bien, lo característico de su gestión es la exacerbación, perfeccionamiento y legitimación de dichas prácticas al interior de nuestro sistema político.
El siguiente apartado tratará de realizar un balance de la cultura política auspiciada por Uribe en los últimos cuatro años a partir de la consideración de tres alianzas o relaciones estratégicas. En primer lugar, la alianza con narcoparamilitarismo. En segunda instancia, la relación con el legislativo y finalmente, el lazo directo y que se pretende establecer con la sociedad civil a partir de la figura del Estado Comunitario.
La alianza narco- paramilitar
En Colombia, el narcotráfico ha logrado insertarse de forma relativamente exitosa en las esferas política y económica. En el primer caso, gracias a la formación de redes de apoyo social, militar y político que le han permitido funcionalizar las estructuras jurídico- políticas de acuerdo a sus necesidades; y en el segundo, gracias a una especial adaptación de las políticas de crecimiento orientado a la exportación, que hacen del narcotráfico una empresa perfilada a la demanda y la internacionalización, con una división del trabajo muy estricta entre diferentes localizaciones, capaz de ajustarse a las dinámicas de la economía global.
La infiltración de la mafia y los grupos armados ilegales en la política no es un fenómeno reciente en nuestro país. Asi por ejemplo, desde los años 80 es conocida la influencia del narcotráfico en las decisiones políticas tanto por la vía de la corrupción de los funcionarios del estado y la financiación de campañas, como por el uso de la amenaza y la violencia efectiva como métodos de presión.. No obstante lo anterior, el escenario actual recubre una serie de características particulares. En primer lugar, el rol de las mafias en la política deja de ser el de una “influencia tras escena” para adquirir un papel protagónico y a todas luces identificable en el panorama nacional. La presencia mafiosa se hace visible en el Congreso y demás ramas del poder público siendo posible señalar con nombre propio los escaños ocupados por la otrora mano invisible.
La presencia paramilitar en el Congreso fue reconocida por el propio Uribe en marzo de 2006 cuando, en vísperas de las elecciones legislativas, expulsó de sus listas a más de doce candidatos por considerar que tenían actuaciones políticas y electorales fraudulentas (cuyas explicaciones no resultaron convincentes), y que además habían sostenido reuniones con reconocidos capos del paramilitarismo. No contento con esto, y en un afán moralizante, Uribe prohibió que se les acogiese en algún partido de la coalición obligando al replanteamiento de sus campañas. Sin embargo, cuatro meses después, en vista de un eventual fracaso en la configuración la mayoría uribista en el nuevo Congreso, Uribe decidió reintegrar a los congresistas expulsados para garantizar la aprobación de su paquete legislativo. A cambio, los congresistas purgados del uribismo tendrán su parte en la torta burocrática y, más importante aún, estarán en posibilidad limpiar su nombre.[1]
Por otro lado, los grandes capos aparecen ahora como voceros de grupos políticos y sectores sociales que demandan la atención y consideración en de la prensa nacional y la opinión pública, dotados de un discurso político e ideológico propio e incluso de una particular sensibilidad social. En este mismo sentido, los proyectos e intereses de las mafias empiezan a circular como parte de la agenda política del país. El interés mafioso deviene interés nacional y por esta vía, logra no solo ocupar el centro del debate, sino también cooptar los recursos políticos, burocráticos y presupuestales de la nación para sus propios fines.
La asimilación y convalidación del paramilitarismo
Señal de lo anteriormente anunciado es la actual negociación del Gobierno Nacional con los paramilitares, la cual revela todo un proceso de asimilación y convalidación de las redes mafiosas en tres perspectivas: una convalidación legal a través de la Ley de Justicia y Paz, una convalidación económica reflejada en la contrarreforma agraria y en la inmersión del dinero ilegal del narcotráfico en los sectores productivos, y una convalidación política evidenciada en la expansión de su esfera de influencia en los órganos de decisión. Tal asimilación ha permitido la inserción de estos grupos ilegales en el marco político-constitucional y el reciclaje y capitalización de su poder militar en poder político.
Sin verdad, sin justicia y sin reparación
Para agosto de 2006, tres años después de iniciada la negociación con los paramilitares, el balance no puede ser peor: no hay verdad, ni justicia ni reparación. En el primer caso, por un sinnúmero de atentados contra la transparencia del proceso que van desde la infiltración de reconocidos narcotraficantes dentro de las filas del paramilitarismo y el camuflaje de sus dineros, actos delictivos y redes mafiosas en las negociaciones de “paz”, hasta la confesión parcial y amañada de los desmovilizados. A esto se suma la actitud cínica de los narcoparamilitares quienes, convencidos de que no merecen entrar a la cárcel ni entregar sus bienes, han conseguido del gobierno nacional un compromiso de no extradición.
Por el lado de la justicia, la situación más crítica se ha hecho patente en los 'micos' de los borradores del decreto reglamentario de la Ley de Justicia y Paz, los cuales garantizan a los paramilitares la conservación de bienes ilícitos y la evasión de tiempo de cárcel, a la vez que minan la posibilidad de que pierdan los beneficios jurídicos si no confiesan la totalidad de sus crímenes, y hace casi imposible su extradición.[2]
Así las cosas, la desmovilización del paramilitarismo afronta serios retos. En primer lugar, la clara identificación de los desmovilizados, vistas las numerosas franquicias paramilitares compradas por narcotraficantes que buscan evitar su extradición a Estados Unidos.
A la vez, varios congresistas y analistas aseguran que la ley de "justicia y paz", contiene un "narco mico", es decir, una fisura legal que facilita que los narcotraficantes se presenten como paramilitares y obtengan los beneficios que busca la ley para los combatientes que se desmovilicen. De no seguir las recomendaciones de la Corte Constitucional, la ley tendria la posibilidad de incluir al paramilitarismo como un delito político y gozar de los beneficios como rebaja de penas e indulto, lo que podría llevar a tomar al narcotráfico como delito conexo al paramilitarismo. En este sentido, resulta fundamental la discusión tendiente a definir qué es un delito político, de manera que al hacerlo conexo, al hacer aplicable la ley, no se llegue a la impunidad ni se utilice la definición de delito político para eximirse de pena en virtud del narcotráfico. De la mano de la identificación de los desmovilizados, se encuentra la necesidad de que la ley asegure que los paramilitares confiesen la totalidad de sus crímenes, divulguen información sobre la operación de los grupos y entreguen sus fortunas ilegales.
El segundo desafío es asegurar el futuro de las zonas abandonadas por los paramilitares, frente a dos riesgos inminentes. De un lado, la persistencia de la influencia paramilitar (ahora desmovilizada) y de otro, la ocupación por parte de las FARC aprovechando el vacío institucional. El tercero se refiere al futuro de los desmovilizados. En este punto resulta fundamental tomar con precaución propuestas como la de involucrarlos en el Ejército. Por otra parte, ya se han hecho evidentes las deficiencias del programa de reinserción del gobierno a la hora de reincorporarlos a la vida civil sin que esto redunde en una absoluta impunidad ni en el retorno de los desmovilizados a la vida criminal.
El cuarto desafío, y quizá el más complejo, es el desmonte definitivo del paramilitarismo, más allá de la desmovilización simbólica de los ejércitos. Como ha sido demostrado por diversas investigaciones, los miembros de las AUC han penetrado la política nacional y regional y la economía legal e ilegal.[3] Gran parte de los defectos de la ley de Justicia y Paz, consisten en el mantenimiento del poder económico y político de los paramilitares. De ahí que resulte preponderante un tipo de desmovilización que garantice el desmantelamiento definitivo del poder y estructura criminal de estos grupos, a partir de medidas como el hallazgo y confiscación de sus fortunas, la investigación de sus fuentes de financiamiento y el castigo de delitos como la extorsión y el soborno.
Tanto la ostentación de los paramilitares como la dilación para acogerse a la Ley y las aun mas grandes dificultades para la obtención de la verdad y la reparación, han demostrado la debilidad del gobierno Uribe para llevar las riendas de la negociación, al punto que el mismo mandatario se ha visto obligado a desplegar toda una campaña mediática para devolver la credibilidad nacional e internacional al proceso. Esta incluyó un comunicado exigiendo la entrega y reclusión de los paramilitares en el ya tan famoso tono patriarcal del presidente, y una holliwoodesca serie de operativos de captura de los líderes paramilitares por parte de las autoridades. Al día siguiente de tan enérgico llamado al orden, el Gobierno Nacional concedió el status de líder de las AUC a un reconocido narcotraficante solicitado en extradición, haciendo gala de la política del garrote y la zanahoria que ha caracterizado el tire y afloje con los paramilitares desde el 2003. Así, el gobierno que se precia de saber imponer la autoridad, se ha visto abocado una vez más a una situación de debilidad insostenible.
[1] Sobre este tema véase el artículo “¿Cuánto cuesta el apoyo de los purgados?”, en Semana.com. Martes 25 de julio. Disponible en: http://www.semana.com/wf_InfoArticuloNormal.aspx?IdArt=96103
[2] Ver: “Paramilitares: Un paso adelante, dos atrás”, en Revista Semana Edición de 14 al 21 de agosto de 2006. Versión electrónica disponible en http://portal2.semana.com/wf_InfoArticuloNormal.aspx?IdArt=96546
[3] Sobre éste punto véase la investigación de Gustavo Duncan, investigador del CEDE de la Universidad de los Andes titulada Los señores de la Guerra. Documento Cede, Universidad de los Andes. ENERO DE 2005. Edición electrónica http://economia.uniandes.edu.co/~economia/archivos/temporal/d2005-02.pdf. Consultado el 12 de Octubre de 2005. Ver también: El poder paramilitar, Bogotá, Fundación Seguridad y Democracia, 2005.